PROF. HAROLDO
QUINTEROS. 21 / 08 / 2015.
BALMACEDA.
Ayer
recordábamos el nacimiento del Libertador y Padre de la Patria don Bernardo O’Higgins,
de quien la historiografía oficial poco dice de su ideario latinoamericanista y
su lucha por la unidad e independencia económica de nuestros pueblos frente a los
nacientes imperios extranjeros del siglo XIX. Por cierto, O’Higgins, depuesto y
expulsado del país por la oligarquía criolla en 1823, jamás hubiese permitido
la entrega de nuestras riquezas al capital extranjero, como sucedería después,
primero con el salitre y luego con el cobre; menos aun hubiese entregado la
economía agraria e industrial a un puñado de capitalistas nacionales. A esa patriótica
línea fue fiel el Presidente José Manuel Balmaceda durante su mandato
constitucional (1896-1891) y sufrió peor suerte que O’Higgins. Un día como hoy,
21 de agosto del año 1891, tuvo inicio la insurrección en su contra con la
batalla de Concón, que terminaría con la de Placilla, una semana después. El
levantamiento armado contra el Presidente había sido organizado por el Congreso,
compuesto mayoritariamente por representantes de la oligarquía nacional en estrecha
alianza con el imperialismo inglés, de acuerdo a un plan cuyo fin era la propiedad
y explotación de la gran riqueza internacional de esos tiempos, el salitre, que
Balmaceda en su campaña presidencial había prometido al país hacer un bien del
Estado. Ante la conjura, el Ejército de Chile fue leal al Presidente, como así lo
ordenaba la Ley, y fue derrotado por la Marina, apoyada por un ejército mercenario
comandado por unos pocos oficiales desertores y, sobre todo, militares
profesionales alemanes contratados en Berlín. En tres años de Guerra del
Pacífico las bajas chilenas fueron de unos 5.000 soldados. Esa suma se elevó al
doble en la semana que duró la insurrección contra el gobierno legítimamente
constituido, un desastre si se piensa que el país tenía entonces no más de 2
millones de habitantes. De los 10.000 soldados y oficiales muertos, por lo
menos tres cuartas partes eran del Ejército constitucionalista. Balmaceda,
asilado en la Legación Argentina, se
suicidó un mes después de la derrota de Placilla, queriendo aplacar con
su sangre el odio y sed de venganza que desataron los triunfantes golpistas. No
lo consiguió. Fueron fusilados la mayor parte de los oficiales sobrevivientes
del Ejército, civiles constitucionalistas fueron recluidos, torturados y asesinados
en las cárceles públicas; las casas de las personalidades presidencialistas fueron
destruidas, incendiadas, expropiadas u objeto de pillaje; se expulsaron de la administración
pública a los balmacedistas y la Universidad de Chile fue intervenida y exonerados
de ella los académicos y estudiantes sospechosos de simpatía con el mandatario depuesto.
Las misiones diplomáticas asilaron a los pocos personeros del gobierno que
consiguieron llegar a ellas, entre ellos, el Ministro de Cultura de Balmaceda,
el poeta Eusebio Lillo, autor de la letra de nuestro himno patrio. En la asonada golpista, la experticia
militar la pusieron alemanes bien
pagados, encabezados por el coronel prusiano Emil Körner, y su financiamiento fue
compartido entre financistas ingleses, cuyo cabecilla John North, se hacía
llamar “El Rey del Salitre,” y la oligarquía chilena. El proyecto de Balmaceda
era éste: riqueza minera nacionalizada, fomento industrial propio, banca
estatizada, obras sociales, y educación moderna y universal. La conjura que lo
derribó sólo demuestra, una vez más, que los imperios y la clase dominante
criolla nunca dejan de actuar contra el poder civil cuando éste afecta sus
intereses.
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