Discurso e ideología en las redes sociales.
Hace unos meses atrás, la
edición digital de un periódico español de gran circulación en la península,
invitó a sus lectores a responder una ENCUESTA. Su única pregunta decía: «¿qué
palabras utilizas con más frecuencia en las redes sociales para defender o
rebatir criterios propios o ajenos en temas como fútbol, economía o
política?» El resultado fue como para
escandalizarse. Y los ejemplos, como para taparse la nariz. Salieron a la luz
epítetos de grueso calibre. Desde el clásico gilipollas –el insulto ibérico por
excelencia- hasta las alusiones al árbol genealógico del interlocutor, en
especial a su progenitora, un improperio común en todos los registros
idiomáticos del planeta.
Con independencia del estudio
al que los editores del diario madrileño sometieron a su extravagante sondeo,
lo cierto es que en las zonas interactivas de algunas de las redes sociales más
populosas de la actualidad –Facebook, Twitter, blog…– se reproducen como
conejos estas miserias lingüísticas. Cualquier diferencia de opinión se ventila
por su intermedio. Como si patrocinar a ultranza un punto de vista requiriera
solamente de testosterona y no de razonamientos. El tema cubano no escapa al
ciber cañoneo. El fuego graneado al que está expuesto en la red de redes,
principalmente desde la otra orilla del Estrecho de la Florida, es la certeza
de que el enemigo potenció los alcances de sus armas, y, testarudo, insiste en
dinamitar nuestro proyecto social mediante el empleo de un discurso mestizo, a
medio camino entre la descalificación, la ofensa, la calumnia y la grosería.
Desde su madriguera digital
despotrican de la Revolución y de sus líderes de manera irracional. Algunos
apelan a sofismas seudo-intelectuales, como Carlos Alberto Montaner y Wilfredo
Cancio, dos chupatintas que han hecho del ultraje a la tierra que
equivocadamente los vio un día nacer una manera mezquina de ganarse la
vida.
Así, el ciber combate
ideológico de hoy es también una confrontación discursiva. Los soldados de la palabra estamos urgidos a
dominar sus dispositivos técnicos, tácticos y estratégicos. Y a intuir el
momento exacto en que debemos activar nuestras baterías verbales para que
ninguna mentira consiga sobrevivir en el teatro de operaciones.
En su libro «La explosión del
periodismo. De los medios de masas a la masa de medios», Ignacio Ramonet
reflexiona en torno a la descomunal
fuerza que puede desplegar este armamento de última generación. Dice así el
director de Le Monde Diplomatique:«Hoy, cuando hablamos de internautas, ya no
estamos hablando de individuos aislados sino de ciudadanos que forman parte de
un organismo vivo pluricelular planetario. Cuando actúa al unísono, este
extraordinario enjambre de redes puede resultar más importante incluso que
mastodontes como la TVE, la BBC o la CNN juntos».
Pero la justeza de nuestra
ideología no se defiende con peroratas
retóricas, sino con hechos contundentes. No con consignas, sino con
arquetipos. Se trata de anular al adversario no solo con los neutrones del
verbo, sino con toda la potencia de su núcleo. Convencerlo, no vencerlo. Y sin
dejar costuras. Porque todo argumento que nos refuten, nos desarma. Y, en lo adelante, sería difícil hacernos creíbles.
Los panfletos machacones, los
lugares comunes, las frases hechas, los estereotipos gastados, los caminos
trillados… no contribuyen a sembrar ideas en estos tiempos de web 2.0 donde
cualquiera –incluyendo a mucha gente inteligente– puede impugnar por escrito
los juicios de otros. Nuestros contenidos en las redes tienen que ser, además,
modelos de ética. Esa que, según García Márquez, «debe acompañar al periodismo
como el zumbido al moscardón».
No hay comentarios:
Publicar un comentario