jueves, 8 de octubre de 2015

Svetlana Aleksiévich Plegaria de Chernóbyl Crónica del futuro.

Svetlana Aleksiévich  Plegaria de Chernóbyl  Crónica del futuro.
Somos aire, no tierra...
Merab Mamardashvili
Nota histórica: “...Ante todo debemos rasgar el velo del desconocimiento que rodea a Belarús2. Para el mundo somos una  terra incognita --  tierra ignorada, aún por descubrir. Todos conocen Chernóbyl, pero  en lo que atañe a Ucrania y Rusia.
La “Rusia Blanca”,  así suena más o menos el nombre de nuestro país en inglés.”
 Naródnaya gazeta, 27 de abril de 1996
“En el territorio de Belarús no hay ni una central atómica. De entre las centrales eléctricas atómicas (CEA) en funcionamiento en el territorio de la antigua URSS, las geográficamente más cercanas a las fronteras bielorrusas son las CEA con reactores del tipo RBMK3: por el Norte, la central de Ignalinsk; por el Este, la de Smolensk, y por el Sur, la de Chernóbyl.
El 26 de abril de 1986, a la 1 h 23' 58'', una serie de explosiones destruyó el reactor y el  edificio del 4º bloque energético de la CEA de Chernóbyl. La catástrofe de Chernóbyl se convirtió en el desastre tecnológico  más grave del siglo XX.
Para la pequeña Belarús (con una población de 10 millones de habitantes) representó un cataclismo nacional. Durante los años de la Gran Guerra Patria los nazis alemanes destruyeron en tierras bielorrusas 619 aldeas con sus pobladores. Después de Chernóbyl el país perdió 485 aldeas y pueblos: 70 de ellos están enterrados para siempre bajo tierra. Durante la guerra murió uno de cada cuatro bielorrusos; hoy uno de cada cinco vive en un territorio contaminado. Se trata de 2,1  millones de personas, de las que 700.000 son niños. De entre los factores del descenso demográfico, la radiación ocupa el primer lugar. En las regiones de Gómel y de Moguiliov (las más afectadas por la catástrofe de Chernóbyl), la mortalidad ha superado a la natalidad en un 20%.
Como consecuencia de la catástrofe, se han arrojado a la atmósfera 50x10(6) Cu de radionúclidos, de ellos el 70 % ha caído sobre Belarús; el 23% de su territorio está contaminado con radionúclidos de una densidad superior a 1 Cu/km2 de Cesio-137. A modo de comparación: en Ucrania se ha contaminado el 4,8% del territorio, en Rusia, el 0,5%. La superficie de las tierras cultivables con una concentración radiactiva de 1 a más Ku/km2 representa 1,8 millones de hectáreas; de Estroncio-90, con una concentración del 0,3 y más Ku/km2, cerca de medio millón de hectáreas. Se han eliminado del uso agrícola 264 mil hectáreas de tierra. Belarús es tierra de bosques. Pero el 26% de ellos y más de la mitad de sus prados en los cauces de los ríos Prípiat, Dnepr y Sozh se encuentran en las zonas de contaminación radiactiva...
Debido a la acción constante de pequeñas dosis de radiación, en el país cada año crece el

1Ed. Ostozhie, Moscú, 1998, pp. 410-604.

2Denominación oficial. En el texto se respetan las diferentes formas empleadas en ruso: Belarús y Bielorrusia. Nota del traductor; como lo serán el resto de las notas, siempre que no se indique otra cosa.

3Los RBMK, que significa "Reactor de gran potencia”, emplean como combustible el uranio; como moderador, el grafito, y se refrigeran con agua en ebullición. Los RBMK no sólo producen energía eléctrica; también se emplean para generar plutonio, componente de las bombas atómicas, subproducto de la reacción nuclear que se extrae periódicamente del reactor.
número de enfermos de cáncer, así como de personas con deficiencias mentales, disfunciones neuro-psicológicas y mutaciones genéticas...”

Chernóbyl, ed. “Belarússkaya entsiklopedia” (Enciclopedia de Belarús”), 1996, pp. 7, 24,    49,
101, 149.
“Según diversas observaciones, el 26 de abril de 1986 se registraron niveles elevados de radiación en Polonia, Alemania, Austria, Rumania; el 30 de abril, en Suiza y Norte de Italia; el 1-2 de mayo, en Francia, Bélgica, Países Bajos, Gran Bretaña, Norte de Grecia; el 3 de mayo, en Israel, Kuwait, Turquía...
Lanzadas a gran altura, las sustancias gaseosas y volátiles se dispersaron por todo el globo terráqueo: el 2 de mayo se registró su presencia en Japón, el 4 de mayo, en China, el 5, en la India, el 5 y 6 de mayo en Estados Unidos y Canadá.
Bastó menos de una semana para que Chernóbyl se convirtiera en un problema para todo el mundo...”

Consecuencias de la avería de Chernóbyl en Belarús, Minsk. Escuela Superior Internacional de Radioecología Sájarov , 1992, p. 82.

“El cuarto reactor, la instalación denominada “Refugio”, sigue, como antes, guardando en sus entrañas de plomo y hormigón armado cerca de 20 toneladas de combustible nuclear. Nadie sabe qué ocurre hoy con este combustible.
El sarcófago se construyó de manera precipitada; se trata de una construcción única en su género; quizá los ingenieros petersburgueses que la diseñaron puedan sentirse orgullosos de ella.  Sin embargo, los técnicos montaron la instalación “a distancia”. Las planchas se unían con la ayuda de robots y de helicópteros; de ahí que haya grietas. En la actualidad, según algunas fuentes, la superficie total de las zonas defectuosas y agrietadas supera los 200 metros cuadrados, por los que siguen desprendiéndose aerosoles radiactivos...
¿Puede el sarcófago destruirse? Tampoco nadie sabe dar respuesta a este interrogante; hasta hoy es imposible aproximarse a muchos de los nudos y construcciones para establecer su grado de seguridad. En cambio, todo el mundo comprende lo siguiente: la destrucción del “Refugio” daría lugar a unas consecuencias aún más terribles que las que se produjeron en 1986...”

Revista Ogoniok, Nº 17, abril de 1996.

UNA SOLITARIA VOZ HUMANA

“No sé de qué hablar... ¿De la muerte o del amor? O es lo mismo... ¿De qué?...
...Nos habíamos casado no hacía mucho. Aún íbamos por la calle agarrados de la mano, hasta cuando íbamos de compras... Yo le decía: “Te quiero”. Pero aún no sabía cómo le quería... No me  lo imaginaba... Vivíamos en la residencia de la unidad de bomberos, donde él trabajaba. En el piso de arriba. Y otras tres familias jóvenes, con una sola cocina para todos. Y abajo, en el primero, estaban los coches. Unos camiones rojos de bomberos. Éste era su trabajo. Yo siempre estaba al corriente: dónde se encontraba, qué le pasaba.
En medio de la noche oí un ruido. Miré por la ventana. Él me vio: “Cierra las ventanillas y acuéstate. Hay un incendio en la central. Vendré pronto”.
No vi la explosión. Sólo las llamas. Todo parecía iluminado... El cielo entero... Unas llamas altas. Y hollín. Una calor horrorosa. Y él seguía sin regresar. El hollín era porque ardía el alquitrán; el techo de la central estaba cubierto de asfalto. Sobre el que la gente andaba, como él después recordaba, igual que sobre resina. Sofocaban las llamas. Tiraban el grafito ardiendo con los pies...

Se fueron sin los trajes de lona; se fueron para allá tal como iban, en camisa. Nadie les avisó; los llamaron a un incendio normal...
Las cuatro... Las cinco... Las seis... A las seis nos disponíamos a ir a ver a sus padres. A plantar patatas. De la ciudad de Prípiat hasta la aldea Sperizhie, donde vivían sus padres, hay cuarenta kilómetros. A sembrar, arar... Era su trabajo favorito... Su madre recordaba a menudo cómo ni ella ni su padre querían dejarlo marchar a la ciudad; le construyeron incluso una casa nueva. Pero se lo llevaron al ejército. Sirvió en Moscú, en las tropas de bomberos, y cuando regresó sólo quería ser bombero. No quería ser otra cosa. (Calla.)
A veces me parece oír su voz... Oírle vivo... Ni siquiera las fotografías me producen tanto efecto como la voz. Pero no me llama nunca... Y en sueños... Soy yo quien lo llamo...
Las siete... A las siete me comunicaron que estaba en el hospital. Corrí allí, pero el hospital ya estaba acordonado por la milicia; no dejaban pasar a nadie. Sólo entraban las ambulancias. Los milicianos gritaban: los coches están irradiados, no os acerquéis. No sólo yo, todas las mujeres vinieron, todas cuyos maridos estuvieron aquella noche en la central.
Corrí en busca de una conocida que trabajaba de médico en aquel hospital. La agarré de la bata cuando salía de un coche: “¡Hazme pasar!” -- “¡No puedo! Está mal. Todos están mal”. Yo la tenía agarrada: “Sólo verlo”. -- “Bueno --me dice-- corre. Quince - veinte minutos”.
Lo vi... Estaba hinchado, inflado todo... Casi no tenía ojos... “¡Leche!.. ¡Mucha leche! --me  dijo mi conocida--. Que beba tres litros al menos”. -- “Él no toma leche”. -- “Pues ahora la beberá”.
Muchos médicos, enfermeras y especialmente las auxiliares de este hospital, al cabo de un tiempo, se pondrían enfermas... Morirían... Pero entonces nadie lo sabía...
A las diez de la mañana murió el técnico Shishenok... Fue el primero... El primer día... Luego supimos que bajo los escombros se quedó otro -- Valera Jodemchuk. No lograron sacarlo. Lo emparedaron con el hormigón. Entonces aún no sabíamos que todos ellos serían  los primeros...
Le pregunto: “Vasia4, ¿qué hacer?” -- “¡Vete de aquí! ¡Vete! Esperas un niño”. Estoy embarazada, es cierto. Pero ¿cómo lo voy a dejar? Me pide: “¡Vete! ¡Salva al crío!” -- “Primero te he de traer leche, y luego veremos”.
Llega mi amiga Tania Kibenok... Su marido está en la misma sala... Ha venido con su padre, que tiene coche. Nos subimos al coche y vamos a la primera aldea a por leche. A unos tres kilómetros de la ciudad... Compramos muchas garrafas de tres litros de leche... Seis, para que hubiera para todos... Pero la leche les provocaba unos vómitos terribles... Perdían el sentido sin parar, les pusieron el gota a gota. Los médicos aseguraban, no sé por qué, que se habían envenenado con los gases, nadie hablaba de la radiación.
Entre tanto la ciudad se llenó de coches militares, se cerraron todas las carreteras... Dejaron de circular los trenes de cercanías, los expresos... Lavaban las calles con un polvo blanco... Me sentí alarmada: ¿cómo iba a llegar al día siguiente al pueblo para comprarle leche fresca? Nadie hablaba de la radiación... Sólo los militares iban con caretas. La gente de la ciudad llevaba su pan de las tiendas, las bolsas abiertas con los bollos... En los estantes había pasteles...
Por la noche no me dejaron entrar en el hospital... Un mar de gente alrededor... Yo me encontraba frente a su ventana; él se acercó a ella y me gritó algo. ¡Se le veía tan desesperado! Entre la muchedumbre alguien entendió lo que decía: aquella noche se los llevaban a Moscú. Las esposas se arremolinaron todas en un corro. Decidimos: vamos con ellos. ¡Dejadnos estar con nuestros maridos! ¡No tenéis derecho! Quisimos pasar a golpes, a arañazos. Los soldados, ya estaban los soldados, nos impedían pasar a empujones. Entonces salió el médico y nos confirmó que se los llevaban aquella noche en avión a Moscú, que debíamos traerles ropa; la que llevaban en la central se había quemado. Los autobuses ya no iban, y fuimos a pie, corriendo a casa. Cuando volvimos  con las bolsas, el avión ya se había marchado... Nos engañaron a propósito... Para que no  gritáramos, ni lloráramos...
Llegó la noche... A un lado de la calle, autobuses, cientos de autobuses (ya estaban preparando la evacuación de la ciudad), y al otro, centenares de coches de bomberos. Los trajeron de todas partes. Toda la calle, cubierta de espuma blanca... Íbamos pisando aquella espuma... Gritando y jurando...
Por la radio dijeron que evacuarían la ciudad, para tres o, a lo mejor, cinco días.   Llévense

4Diminutivo de Vasili.

consigo ropa de invierno y de deporte, porque vais a vivir en el bosque. En tiendas de campaña. La gente hasta se alegró: ¡al campo! Allí celebraremos el primero de mayo. Algo inusual. La gente preparaba carne de asar para el camino. Se llevaban las guitarras, los magnetófonos... Sólo lloraban aquellas a cuyos maridos les había pasado algo.
No recuerdo el viaje. Cuando vi a su madre fue como si despertara: “¡Mamá, Vasia está en Moscú! ¡Se lo llevaron en un vuelo especial!” Acabamos de sembrar el huerto (¡y a la semana evacuarían la aldea!). ¿Quién lo iba a saber? Por la noche tuve un ataque de vómito. Era mi sexto mes de embarazo. Me sentía tan mal...
Por la noche sueño que me llama. Mientras estuvo vivo me llamaba en sueños: “¡Liusia, Liusia!”. Pero después de muerto, ni una vez. No me llamó ni una vez. (Llora.) Me levanto por la mañana y me digo: me voy a Moscú. Yo que... “Adónde vas a ir en tu estado?” -- me dice llorando su madre. También se vino conmigo el padre. Sacó todo el dinero. Sacó todo el dinero de la libreta, todo el que tenían. Todo...
No recuerdo el viaje. Todo el camino también se me borró de la cabeza... En Moscú preguntamos al primer miliciano a qué hospital habían llevado a los bomberos de Chernóbyl, y nos lo dijo; yo hasta me sorprendí, porque nos habían asustado: no os lo dirán, es un secreto de Estado, ultra-secreto...
--A la clínica número seis. A la “Schúkinskaya”.
En el hospital, era una clínica especial de radiología, no dejaban entrar sin pases. Le di dinero a la vigilante de guardia y ésta que me dice: “Largo” No sé a quién más le rogué, le imploré... Lo cierto es que ya estoy en el despacho de la jefa de la sección de radiología: Anguelina Vasílievna Guskova. Entonces aún no sabía como se llamaba, no se me quedaba nada en la cabeza. Lo único que sabía era que debía verlo...
Ella me preguntó en seguida:
--¿Tiene usted hijos?
¿¡Cómo iba a decirle la verdad!? Está claro que tengo que esconderle mi embarazo. ¡No me lo dejaría ver! Menos mal que soy delgadita y no se me nota nada.
--Sí --le contesto.
--¿Cuantos?
Pienso: “He de decirle que dos. Si es sólo uno, tampoco me dejará pasar.”
-- Un niño y una niña.
--Bueno, si son dos, no creo que vayas a tener más. Ahora escucha: su sistema nervioso central está dañado por completo; la médula está completamente dañada...
“Bueno, pensé, se volverá algo más nervioso”.
--Y óyeme bien: si te pones a llorar, te echo al instante. No os podéis abrazar, ni besar. No te acerques mucho. Te doy media hora.
Pero yo ya sabía que no me iría de allí. Si me iba sería con él. ¡Me lo había jurado! Entro... Los veo sentados sobre las camas, jugando a  cartas, se ríen.
--¡Vasia! -- lo llaman. Se da la vuelta.
--¡Vaya! ¡Hasta aquí me ha encontrado! ¡Estoy perdido!
Daba risa verlo, con su pijama del cuarenta y ocho, él, que usa un cincuenta y dos. Las mangas cortas, los pantalones... Pero ya se le había ido la hinchazón de la cara... Les inyectaban no sé qué solución...
--¿Tú, perdido? --le pregunto. Y él que ya quiere abrazarme.
--Sentadito --la médico no lo deja acercarse a mí--. Nada de abrazos aquí.
No sé cómo pero hicimos de eso una broma. Y al momento todos se acercaron a nosotros;  hasta de las otras salas. Todos eran de los nuestros. De Prípiat. Porque fueron veintiocho los que trajeron en avión. ¿Qué hay de nuevo? ¿Qué pasa en la ciudad? Yo les cuento que han empezado a evacuar a la gente, que se llevan afuera toda la ciudad por unos tres o cinco días. Los muchachos callan; pero había allí también dos mujeres, una de ellas estaba de guardia en la entrada el día del accidente, y la mujer rompió a llorar:
--¡Dios mío! Allí están mis hijos. ¿Qué será de ellos?
Yo tenía ganas de estar a solas con él, bueno, aunque fuera un solo minuto. Los muchachos se dieron cuenta de la situación y cada uno se inventó un pretexto para salir al pasillo. Entonces lo

abracé y lo besé. Él se apartó.
--No te sientes cerca. Toma una silla.
--Todo eso son bobadas -- le dije quitándole importancia--. ¿Tú viste dónde se produjo la explosión? ¿Qué ha sido eso? Porque vosotros fuisteis los primeros en llegar...
--Lo más seguro es que sea un sabotaje. Alguien lo ha hecho a propósito. Todos los muchachos piensan lo mismo.
Entonces decían eso. Y lo pensaban.
Al día siguiente, cuando llegué, ya los habían separado; cada uno en una sala aparte. Les  habían prohibido categóricamente salir al pasillo. Hablarse. Se comunicaban golpeando la pared. Punto-guión, punto-guión... Los médicos lo explicaron diciendo que cada organismo reacciona de manera diferente a las dosis de radiación, de manera que lo que aguanta uno puede que no lo resista otro. Allí donde estaban ellos hasta las paredes reaccionaban al geyger. A la derecha, a la izquierda y en el piso de abajo. Sacaron de allí a todo el mundo, no dejaron a ni un solo paciente... Debajo y encima, nadie...
Viví tres días en casa de unos conocidos en Moscú. Mis conocidos me decían: toma la cazuela, toma la olla, todo lo que necesites. Y yo hacía una sopa de pavo para seis personas. Para seis de nuestros muchachos... Los bomberos... El mismo turno... Todos estaban de guardia aquella noche: Vaschuk, Kibenok, Titenok, Právik, Tischura.
En la tienda les compré a todos pasta de dientes, cepillos, jabón. No había nada de esto en el hospital. Les compré toallas pequeñas... Ahora me admiro de mis conocidos; ellos tenían miedo, por supuesto, no podían no tenerlo, ya corrían todo tipo de rumores, pero, de todos modos, se prestaban a ayudarme: toma todo lo que necesites. ¡Tomalo! ¿Cómo está él? ¿Cómo se encuentran todos?
¿Saldrán con vida? Con vida... (Calla).
Entonces me encontré con mucha gente buena, no los recuerdo a todos. El mundo se redujo a un solo punto... Se achicó... Era él... Sólo él... Recuerdo a una auxiliar ya mayor, que me preparaba: “Algunas enfermedades no se curan. Debes sentarte junto a él y acariciarle la mano”.
Por la mañana temprano voy al mercado, de ahí a casa de mis conocidos, preparo el caldo. Hay que rayarlo todo, desmenuzarlo. Uno me pidió: “Trae una manzana”. Con seis botes  de medio litro... ¡Siempre para seis! Y al hospital.... Me quedo allí hasta la noche. Y luego, de nuevo a la otra punta de la ciudad. ¿Cuánto hubiera podido resistir? Pero a los tres días me ofrecieron quedarme en el hotel destinado al personal sanitario, en el territorio del mismo hospital. ¡¡Dios mío, que dicha!!
--Pero allí no hay cocina. ¿Cómo voy a prepararles la comida?
--Ya no tiene que cocinar. Sus estómagos han dejado de asimilar alimentos.
Empezó a cambiar. Cada día me encontraba con una persona diferente... Las quemaduras salían afuera... Aparecían en la boca, en la lengua, en las mejillas... Primero eran pequeñas llagas, pero luego fueron creciendo... Las mucosas se caían a capas... Unas películas blancas... El color de la cara, el color del cuerpo... Azul... Rojo... De un gris pardo... Y, sin embargo, todo él era tan mío,
¡tan querido! ¡Esto no se puede contar! ¡Esto no se puede escribir! ¡Ni siquiera soportar!...
Te salvaba el hecho de que todo sucedía de manera instantánea, de manera que no tenías que pensar, no tenías tiempo ni de llorar.
¡Lo quería! ¡Aún no sabía cómo lo quería! Justo nos habíamos casado... Vamos por la calle. Él me levanta en brazos y se pone a dar vueltas. Y me besa, me besa. Y la gente que pasa, ríe...
El curso clínico de una dolencia radiactiva aguda dura catorce días... A los catorce días el enfermo muere...
Ya al primer día en el hotel, los dosimetristas me medían. La ropa, la bolsa, el monedero, los zapatos, todo “ardía”. Me lo quitaron todo. Hasta la ropa interior. Sólo no tocaron el dinero. A cambio me entregaron una bata de hospital de la talla cincuenta y seis y unas zapatillas del cuarenta y tres. La ropa, me dijeron, puede que se la devolvamos, o puede que no, porque será difícil que se pueda “limpiar”.
Y así, con este aspecto, me presenté ante él. Él se asustó: “¡Madre mía! ¿Qué te ha pasado?”. Aunque yo, a pesar de todo, me las arreglaba para hacerle un caldo. Colocaba el hervidor dentro del bote de vidrio. Y echaba allí los pedazos de pollo... Muy pequeños... Luego alguien me prestó su cazuela, creo que la mujer de la limpieza o la vigilante de hotel. Otra persona, una tabla en la que cortaba perejil fresco. Con aquella bata no podía ir al mercado; alguien me traía la verdura. Pero todo era inútil: no podía beber siquiera... Tragar un huevo crudo... ¡Y yo que quería conseguirle  algo sabroso! Como si eso pudiera ayudar.

Un día me llegué hasta correos: “Chicas --les pedí-- tengo que llamar urgentemente a mis padres en Ivano-Frankovsk. Se me está muriendo aquí el marido”. Por alguna razón, enseguida adivinaron de dónde y quién era mi marido, y me dieron línea en seguida. Mi padre, mi hermana y mi hermano aquel mismo día tomaron el avión para Moscú. Me trajeron mis cosas. Dinero.
El nueve de mayo... Él siempre me decía: ¡No te imaginas lo bonita que es Moscú! Sobre todo el Día de la Victoria, cuando hay fuegos artificiales. Quiero que lo veas algún día.”
Estoy a su lado en la sala; él abre los ojos:
--¿Es de día o de noche?
--Las nueve de la noche.
--¡Abre la ventana! ¡Van a empezar los fuegos artificiales!
Abrí la ventana. Era un séptimo piso; toda la ciudad ante nosotros. Y un ramo de luces se alzó en el cielo.
--Esto sí que...
--Te prometí que te enseñaría Moscú. Como te prometí que cada día de fiesta siempre te regalaría flores...
Miro y él saca de debajo de la almohada tres claveles. Le había dado dinero a la enfermera, y ella compró las flores.
Me acerqué a él y lo besé.
--Amor mío. Cómo te quiero.
Y él que se me pone protestón y dice:
--¿Qué te han mandado los médicos? ¡No se me puede abrazar! ¡No se me puede besar!
No me dejaban abrazarlo... Pero yo... Yo lo levantaba, lo sentaba... Le cambiaba las sábanas... Le ponía el termómetro, le sacaba... Le traía y le sacaba el bacín.. Me pasaba la noche a su lado... En cuanto a esto, nadie me decía nada...
Menos mal que fue en el pasillo y no en la sala... Pero la cabeza me empezó a dar vueltas y me agarré de la repisa de la ventana... En aquel momento pasó un médico, que me tomó de la mano. Y de pronto:
--¿Está usted embarazada?
--¡No-no! -- me asusté tanto. Tenía miedo de que alguien nos oyera.
--No me engañe --me dijo con un suspiro.
Me sentí tan perdida que ni se me ocurrió decirle nada. Al día siguiente me llaman a ver a la médico jefe.
--¿Por qué me ha engañado? --me pregunta.
--No tenía otra salida. Si le hubiera dicho la verdad, ustedes me habrían mandado a casa. ¡Es una mentira piadosa!
--¿¡Es que no ve lo que ha hecho!?
--Pero estoy a su lado...
Toda mi vida le estaré agradecida a Anguelina Vasílievna Guskova. ¡Toda mi vida!
También vinieron otras esposas. Pero no las dejaron entrar. Estuvieron conmigo sus madres. La madre de Volodia Právik no paraba de pedirle a Dios: “Llévame mejor a mí”.
El profesor norteamericano, el doctor Gale... --fue él quien hizo la operación de trasplante de médula--... me consolaba: hay esperanzas, pocas, pero las hay. ¡Un organismo tan poderoso, un muchacho tan fuerte! Llamaron a todos sus parientes. Dos hermanas vinieron de Belarús, un hermano de Leningrado, donde servía. La hermana pequeña, Natasha, tenía catorce años, lloraba mucho y tenía miedo. Pero su médula resultó ser la mejor... (Se queda callada) Ahora puedo contarlo... Antes no podía... He callado diez años... Diez años (Calla).
Cuando Vasia se enteró de que le sacaban la médula espinal a su hermana menor, se negó en redondo: “Prefiero morir. No la toquéis, es pequeña”.
La mayor, Liuda, tenía veintiocho y además era enfermera, sabía a lo que iba: “Lo que haga falta para que viva” -- decía. Yo vi la operación. Estaban echados el uno junto al otro en  dos mesas... En el quirófano había una gran ventana... La operación duró dos horas.
Cuando acabaron, quién se sentía peor era Liuda, más que mi marido; tenía en el pecho dieciocho inyecciones, y le costó mucho salir de la anestesia. Aún sigue enferma, le han dado la invalidez... Había sido una muchacha guapa, fuerte... No se ha casado...
Entonces yo iba corriendo de una sala a la otra, de verlo a él a visitarla a ella. Él no se encontraba  en  una  sala  corriente,  sino  en  una  cámara  hiperbárica  especial,  tras  una     cortina

transparente, donde estaba prohibido entrar. Había allí unos instrumentos especiales para que, sin atravesar la cortina, darle las inyecciones, ponerle los catéter... Y todo con unas ventosas, con unas tenazas, que yo aprendí a manejar... A extraer de allí... Y acceder a él... Junto a su cama había una silla pequeña...
Entonces se empezó a encontrar tan mal que ya no podía separarme de él ni por un momento.
Me llamaba constantemente: “Liusia, ¿dónde estás?. ¡Liusia!”. No paraba de llamarme.
Las otras cámaras hiperbáricas donde se encontraban nuestros muchachos, las cuidaban unos soldados, porque los sanitarios civiles se negaron a ello, pedían unos trajes aislantes. Los soldados sacaban las bacinillas. Limpiaban el suelo, cambiaban las sábanas... Lo hacían todo... ¿De dónde salieron aquellos soldados? No lo pregunté... Sólo estaba él. Él... Y cada día oía: ha muerto, ha muerto... Ha muerto Tischura. Ha muerto Titenok. Ha muerto... Como martillazos en la sien.
Veinticinco, treinta deposiciones, al día... Con sangre y mucosidades... La piel empezó a resquebrajarse en las manos, los pies... Todo se cubrió de forúnculos... Cuando meneaba la cabeza sobre la almohada se le quedaban mechones de pelo... Yo intentaba bromear: “Hasta es más cómodo. No te hará falta el peine.” Al poco les cortaron el pelo a todos. A él lo afeité yo misma. Quería hacerlo todo yo.
Si lo hubiera podido resistir físicamente, me hubiera quedado las veinticuatro horas a su lado. Me daba pena perder cada minuto... Un minuto, y así y todo me dolía perderlo... (Calla largo rato).
Vino mi hermano y se asustó: “No te dejaré volver allí”. Y mi padre que le dice: “¿A ésta no lo vas a dejar? ¡Si es capaz de entrar por la ventana! ¡Por la escalera de incendios!”
Un día me voy... Regreso y sobre la mesa tiene una naranja... Grande, no amarilla, sino rosada. Él sonríe: “Me la han regalado. Quédatela.” Pero la enfermera me hace señas a través de la cortina que la naranja no se puede comer. En cuanto algo se queda junto él un tiempo, no es que no se lo pueda comer, sino que hasta tocarlo da miedo. “Va, cómetela --me pide--. Si a ti te gustan las naranjas”. Tomo la naranja en una mano. Y él entretanto cierra los ojos y se queda dormido.
Todo el rato le ponían inyecciones para que durmiera. Narcóticos. La enfermera que me mira horrorizada, como diciendo... ¿Qué será de mí? Yo estaba dispuesta a hacer lo que fuera para que él no pensara en la muerte... Ni sobre que su enfermedad es horrible, ni que yo le tengo miedo...
Un fragmento de una conversación... Lo guardo en la memoria... Alguien intenta convencerme: “No debe usted olvidar que lo que tiene delante ya no es su marido, un ser querido, sino un elemento radiactivo con un gran poder de contaminación. No sea usted suicida. Recobre la sensatez.”
Pero yo estoy como loca: “¡Lo quiero! ¡Lo quiero!”. Él dormía y yo le susurraba: “¡Te amo!” Iba por el patio del hospital: “¡Te amo!”. Llevaba el orinal: “¡Te amo!”. Recordaba cómo vivíamos antes... En nuestra residencia... Él se dormía por la noche sólo después de tomarme de la mano. Tenía esa costumbre: mientras dormía cogerme de la mano... toda la noche...
También en el hospital yo lo tomaba de la mano y no la soltaba...
Es de noche. Silencio. Estamos solos. Me mira atentamente, fijo, muy fijo, y de pronto me  dice:
--Qué ganas tengo de ver a nuestro hijo. Cómo es.
--¿Cómo lo llamaremos?
--Bueno, eso ya lo decidirás tú.
--¿Por qué yo sola, o es que no somos dos?
--Entonces, si es niño, que sea Vasia, y si es niña, Natasha.
--¿Cómo que Vasia? Yo ya tengo un Vasia. ¡Tú! Y no quiero otro.
¡Aún no sabía cómo lo quería! No había más que él... Sólo él... ¡Como una ciega! Ni siquiera notaba los golpecitos debajo del corazón... Aunque ya estaba en el sexto mes... Creía que mi pequeño estaba dentro de mí, que allí estaba protegido...
Ningún médico sabía que yo duermo con él en la cámara hiperbárica... No se les ocurría... Me dejaban pasar las enfermeras. Al principio también me querían convencer: “Eres joven. ¿Cómo se te ocurre? ¡Si esto ya no es un hombre, es un reactor! Os quemaréis los dos”. Y yo corría tras ellas como un perrito ... Me quedaba horas enteras ante la puerta. Les rogaba, les imploraba... Y entonces ellas: “¡Que te parta un rayo! ¡Estás loca perdida!”. Por la mañana, antes de las ocho, cuando empezaban las visitas médicas, me hacían señas de detrás de la cortina: “¡Corre!”. Y yo me iba por una hora al hotel. Pues desde las nueve de la mañana hasta las nueve de la noche tenía pase. Las piernas  se  me  pusieron  azules  hasta  las  rodillas,  se  me  hincharon,  de  tan  cansada  que     me

encontraba...
Mientras estaba con él... No lo hacían... Pero cuando me iba, lo fotografiaban... Sin ninguna ropa. Desnudo. Sólo con una ligera sábana encima. Yo esa sábana cada día la cambiaba, aunque al llegar la noche estaba llena de sangre.  Lo levantaba, y en las manos se me quedaban pedacitos de  su piel; se me pegaban. Yo le suplicaba: “¡Cariño! ¡Ayúdame! ¡Apóyate en el brazo, sobre el codo, todo lo que puedas, para que alise la cama, para que te quite las costuras, los pliegues”. Cualquier costurita era una herida en su piel. Me corté las uñas hasta hacerme sangre, para no herirlo.
Ninguna de las enfermeras se podía acercar a él, ni tocarlo; si hacía falta algo, me llamaban. Pero lo fotografiaban... Decían que era para la ciencia. ¡Los hubiera echado a golpes a todos de allí! Les hubiera gritado! Pegado! ¿¡Cómo se atrevían!? Era todo mío. Lo que más quería... Si hubiera podido impedirles entrar!... ¡Si hubiera podido!...
Salgo de la sala al pasillo... Y me doy con la pared, con el diván, porque no los veo. Le digo a la enfermera de guardia: “Se está muriendo” -- Y ella me dice: “¿Y tú qué esperabas? Ha recibido mil seiscientos roentgen, cuando la dosis mortal es cuatrocientos. Estás junto a un reactor”. Todo mío... Lo que  más quería.
Cuando murieron todos, repararon el hospital. Quitaron el yeso de las paredes, arrancaron el parqué y lo tiraron... La madera...
Sigo... Lo último... Lo recuerdo a fogonazos...  A fragmen...
Una noche estoy sentada a su lado en una silla... A las ocho de la mañana: “Vasia, salgo un  rato. Voy a descansar un poco”. Él abre y cierra los ojos: me deja ir. En cuanto llego al hotel, a mi habitación y me acuesto en el suelo --no podía echarme en la cama, de tanto que me dolía todo--, que llega una auxiliar: “¡Ve! ¡Corre a verlo! ¡Te llama sin parar!”. Pero aquella mañana Tania Kibenok me lo había pedido tanto, me había rogado: “Vamos juntas al cementerio. Sin ti no puedo”. Aquella mañana enterraban a Vitia Kibenok y a Volodia Právik...
Con Vitia eran amigos... Dos familias amigas... Un día antes de la explosión nos habíamos fotografiado juntos en la residencia. ¡Qué guapos se veían allí nuestros maridos! Alegres. El último día de nuestra vida pasada... ¡Qué felices éramos!
Vuelvo del cementerio, llamo a toda prisa a la enfermera: “¿Cómo está?”-- “Ha muerto hará unos quince minutos”. ¿Cómo? Toda la noche a su lado. ¡Si sólo me he ausentado tres horas!  Estaba junto a la ventana y gritaba: “¿Por qué? ¿Por qué?”. Miraba al cielo y gritaba... Todo el hotel me oía... Tenían miedo de acercarse a mí... Pero me recobré y me dije: ¡lo veré por última vez! ¡Lo iré a ver! Bajé rodando las escaleras. Él seguía en la cámara, no se lo habían llevado...
Sus últimas palabras fueron: “¡Liusia! ¡Liusia!” -- “Se acaba de ir. Ahora mismo vuelve” -- lo intentó calmar la enfermera. Él suspiró y se quedó callado...
Ya no me separé de él... Fui con él hasta la tumba... Aunque lo que recuerdo no es el ataúd, sino una bolsa de polietileno... Esta bolsa... En la morgue me preguntaron: “¿Quiere que le enseñemos cómo lo vamos a vestir?”. “¡Sí, quiero!” Le pusieron el traje de gala, y le colocaron la visera sobre el pecho. No le pusieron calzado. No encontraron unos zapatos adecuados, porque se le habían hinchado los pies... También cortaron el uniforme de gala, no se lo pudieron poner...
Tenía el cuerpo entero deshecho... Todo era una llaga... En el hospital los últimos dos días... Le levantaba la mano y el hueso se le movía, el hueso le bailaba, se le había separado la carne... Pedacitos de pulmón, de hígado le salían por la boca... Se ahogaba con sus propias vísceras. Me envolvía la mano con una gasa y la introducía en su boca para sacarle todo aquello de dentro... ¡Esto no se puede contar! ¡Esto no se puede escribir! ¡Ni siquiera soportar!...Todo esto tan querido... Tan mío... No le cabía ninguna talla de zapatos... Lo colocaron en el ataúd descalzo.
Ante mis ojos. Vestido de gala, lo metieron en una bolsa de plástico y la ataron. Y, ya en esta bolsa, lo colocaron en el ataúd... También el ataúd, envuelto en otra bolsa... Un celofán  transparente, pero grueso, como un mantel... Y ya todo esto lo introdujeron en un féretro de zinc... Lo metieron allí... sólo quedó el gorro encima...
Vinieron todos. Sus padres, los míos... Compramos en Moscú pañuelos negros... Nos recibió la comisión extraordinaria. A todos les decían lo mismo: que no podemos entregaros los cuerpos de vuestros maridos, no podemos daros a vuestros hijos, son muy radiactivos y serán enterrados en un cementerio de Moscú de una manera especial. En unos féretros de zinc soldados, bajo unas planchas de hormigón. Deben ustedes firmarnos estos documentos... Y si alguien, indignado, quería llevarse el ataúd a casa, lo convencían de que se trataban de unos héroes , decían, y ya no pertenecen a su familia. Son personas oficiales... Y pertenecen al Estado.

Subimos al autobús... Los parientes y unos militares. Un coronel con una radio... Por la radio oía: “¡Esperen órdenes! ¡Esperen!” Estuvimos dando vueltas por Moscú unas dos o tres horas, por  la carretera de circunvalación. Luego regresamos de nuevo a Moscú... Y por la radio: “No se puede entrar en el cementerio. Lo han rodeado los corresponsales extranjeros. Aguarden otro poco.” Los parientes callan... Mamá lleva el pañuelo negro... yo noto que pierdo el conocimiento.
Me da un ataque de histeria: “¿Por qué hay que esconder a mi marido? ¿Quién es? ¿Un asesino? ¿Un criminal? ¿Un preso común? ¿A quién enterramos?”. Mamá me dice: “Calma, calma, hija mía”. Y me acaricia la cabeza... El coronel informa por la radio: “Solicito permiso para dirigirme al cementerio. A la esposa le ha dado un ataque de histeria”.
En el cementerio nos rodearon los soldados... Marchábamos bajo escolta... Hasta el ataúd lo llevaban... No dejaron pasar a nadie... Sólo estábamos nosotros... Lo cubrieron de tierra en un instante. “¡Rápido, más de prisa!” --ordenaba un oficial. Ni siquiera nos dejaron abrazar el ataúd... Y corriendo a los autobuses... Todo a escondidas...
Compraron en un abrir y cerrar de ojos los billetes de vuelta y nos los trajeron... Al día siguiente. En todo momento estuvo con nosotros un hombre de civil, pero con modales de militar; no me dejó siquiera salir del hotel y comprar comida para el viaje. No fuera a ocurrir que habláramos con alguien, sobre todo yo. Como si entonces hubiera podido hablar, ni llorar podía.
La responsable del hotel, cuando nos íbamos, contó todas las toallas, todas las sábanas... Y allí mismo las fue metiendo en una bolsa de polietileno. Seguramente lo quemaron todo... Pagamos el hotel nosotros. Por los catorce días...
El proceso clínico de las enfermedades radiactivas dura catorce días... A los catorce días el enfermo muere...
Al llegar a casa me dormí. Entré en casa y me derrumbé en la cama. Estuve durmiendo tres  días enteros... Vino una ambulancia. “No --dijo el médico--, no ha fallecido. Despertará. Es una especie de sueño terrible”.
Tenía veintitrés años...
Recuerdo un sueño... Viene a verme mi difunta abuela, con la misma ropa con la que la enterramos. Y adorna un abeto. “Abuela, cómo es que tenemos un abeto? ¿No estamos en  verano?”
-- “Así debe ser. Pronto tu Vasia vendrá a verme. Y cómo ha crecido en el bosque...”.
Recuerdo otro sueño: llega Vasia vestido de blanco y llama a Natasha. A nuestra hija, la niña que aún no había dado a luz. Ya es mayor. Ha crecido. Él la lanza al aire y los dos ríen... Y yo los miro y pienso: que sencillo es ser feliz. Otro sueño... Andamos los dos por el agua. Andamos mucho, mucho rato... Seguramente me pedía que no llorara... Me mandaba señales. De ahí... De arriba... (Se queda callada largo rato.)
Al cabo de dos meses regresé a Moscú. De la estación al cementerio. ¡A verle! Y allí, en el cementerio, me empezaron las contracciones... En cuanto me puse a hablar con él. Llamaron una ambulancia... Di a luz con la misma doctora, con Anguelina Vasílievna Guskova. Ya entonces me había dicho: “Ven a dar a luz aquí.” Parí con dos semanas de adelanto...
Me la enseñaron... Una niña... “Natasha --la llamé--. Tu papá te llamó Natasha”. Por su  aspecto, parecía un bebé sano. Con sus bracitos, sus piernas... Pero tenía cirrosis de hígado... En su hígado había veintiocho roentgen... Y una lesión congénita del corazón... A las cuatro horas me dijeron que la niña había muerto... ¡Y otra vez, que no se la vamos a dar! ¡¿Cómo que no me la vais a dar?! Soy yo que no os la doy a vosotros! La queréis para vuestra ciencia, pues yo la odio vuestra ciencia! ¡La odio! Vuestra ciencia se me lo ha llevado a él y ahora aún quiere... ¡No os la daré! La enterraré yo misma... Junto a su padre... (Calla.)
No hay manera que me salga lo quiero decir... No con estas palabras... Después del ataque al corazón no puedo gritar. Tampoco me dejan llorar. Por eso no me salen las palabras... Pero le diré... Aún no lo sabe nadie... Cuando no les di mi hija... Nuestra hija... Entonces me trajeron una cajita de madera: “Allí está”. Lo comprobé... La envolvieron en pañales... Toda ella envuelta... Y entonces me puse a llorar y les dije: “Colóquela a los pies de mi marido. Y díganle que es nuestra Natasha”.
Allí en la tumba no está escrito: Natasha Ignatenko... Sólo está el nombre de él. Ella no tuvo ni nombre, no tuvo nada... Sólo el alma. Y allí es donde enterré el alma...
Siempre vengo a verlos con dos ramos: uno es para él, y el segundo lo pongo en un rinconcito para ella. Me arrastro de rodillas por la tumba... Siempre de rodillas...
(De manera inconexa.) Yo la he matado... Por mi culpa... Ella, en cambio... Ella me ha salvado.... Mi niña me salvó. Recibió todo el impacto radioactivo, se convirtió como si dijéramos en

el receptor de todo el impacto... Tan pequeñita... Una bolita... (Perdiendo el aliento.) Ella me salvó... Pero yo los quería a los dos... ¿Cómo es posible?... ¿Cómo se puede matar con el amor?
¡Con un amor como este! ¿Por qué están tan juntos? El amor y la muerte... Tan juntos... ¿Quién me lo podrá explicar?  Me arrastro de rodillas  por la tumba... (Calla largo rato.)
...En Kíev me dieron un piso. En una casa grande, donde ahora viven todos los que tienen que ver con la central atómica. Es un piso grande, de dos habitaciones, con el que Vasia y yo siempre habíamos soñado. ¡Pero yo allí me volvía loca! En cada rincón,  mirara donde mirara, allí estaba  él... Me puse a arreglar la casa, a hacer lo que fuera para no parar quieta, lo que fuera para no pensar. Así pasé dos años...
Un día tuve un sueño: vamos los dos juntos, pero él va descalzo... “¿Por qué siempre vas descalzo?” -- “Pues porque no tengo nada”. Fui a la iglesia. Y el padre me aconsejó: “Hay que comprar unas zapatillas de talla grande y colocarlas en el féretro de algún difunto. Y escribir una nota de que son para él.” Así lo hice. Llegué a Moscú y me dirigí de inmediato a una iglesia. En Moscú estoy más cerca de él... Allí descansa, en el cementerio Mitinski... Le expliqué a un clérigo  lo que me pasaba, que había de hacerle llegar unas zapatillas a mi marido. Y él que me pregunta: “¿Y tú sabes, hija mía, cómo conviene hacerlo?”. Me lo explica... Justo entonces traen a un viejo anciano para rezarle un responso. Y yo que me acerco al ataúd, levanto el velo y coloco allí las zapatillas. “¿Y la nota la has escrito?” -- “Sí, la he escrito, pero no digo nada de en qué cementerio está enterrado”. -- “Allí todos están juntos. Ya lo encontrarán”.
No tenía ningunas ganas de vivir. Por la noche me quedaba junto a la ventana y miraba al cielo: “Vasia, ¿qué he de hacer? No quiero vivir sin ti”. Durante el día, paso junto a un jardín infantil y me quedo ahí parada... Me pasaría la vida mirando a los niños... ¡Me estaba volviendo loca! Y por las noches le pedía: “Vasia, pariré un niño. Me da miedo estar sola. No lo aguantaré. ¡Vasia!”. Y al día siguiente se lo volvía a pedir: “Vasia, no necesito un hombre. No hay nadie mejor que tú. Quiero un niño”.
Tenía veinticinco años...
Encontré un hombre.  Se lo conté todo. Toda la verdad. Que tuve un amor, un amor para toda  la vida. Se lo confesé todo... Nos veíamos, pero nunca lo invitaba a mi casa. En casa no podía. Allí estaba Vasia.
Trabajé en una pastelería. Hacía una tarta y las lágrimas me caían a mares. No lloraba, pero las lágrimas me seguían cayendo. Sólo les pedí a las chicas una cosa: “No me tengáis lástima. En cuanto me empecéis a consolar, me marcho.” Quería ser como todos los demás...
Me trajeron la medalla de Vasia. Una de color rojo... No podía mirarla largo rato... Me saltaban las lágrimas...
He tenido un niño. Andréi... Andréi se llama. Las amigas me querían hacer cambiar de idea: “Tu no puedes tener hijos”; y los médicos me asustaban: “Su organismo no lo soportará”. Luego... Luego me dijeron que le faltaría una mano... Se veía por el aparato... “¿Y qué? --me dije--. Le enseñaré a escribir con la mano izquierda”. Y nació normal...  Un niño guapo... Ya va a la escuela,  y saca todo excelentes.
Ahora tengo a alguien. A alguien por quien respiro y vivo. Él lo comprende todo a la perfección: “Mamá, si voy a ver a la abuela un par de días, podrás respirar?” ¡No podré! Me da miedo separarme de él un solo día.
Un día íbamos por la calle... Y noto que caigo... Entonces fue cuando me dio el ataque... Allí, en la misma calle... “Mamá, quieres un poco de agua?” -- “No. Quédate a mi lado. No te vayas a ninguna parte”. Y lo agarré de la mano. Luego ya no recuerdo... Abrí los ojos en el hospital.. Lo había sujetado de tal modo que los médicos se las vieron moradas para abrirme los dedos. El niño tuvo la mano azul durante varios días.
Y ahora cuando salimos de casa me pide: “Mamá, por favor no me agarres de la mano. No me iré a ninguna parte”. Él también está enfermo: va dos semanas a la escuela y dos las pasa en casa, con el médico. Así vivimos. Tememos el uno por el otro...
Y en cada rincón está Vasia. Sus fotos... Y por las noches no paro de hablar con él...A veces  me pide en sueños: “Enséñame a nuestro niño.” Y Andréi y yo vamos a verle. Él trae de la mano a nuestra hija... Siempre  está con ella... Sólo juega con ella...
Así es como vivo... Vivo a la vez en un mundo real y en otro irreal... Y no sé dónde estoy mejor...
Tengo de vecinos a todos los de la central; ocupamos aquí toda una calle. Así la llaman: la

calle de Chernóbyl. Esta gente ha trabajado toda la vida en la central. Y hasta hoy van allí a hacer guardia. Allí ahora no vive nadie; en la central sólo se hacen turnos de guardia.
Muchos sufren terribles enfermedades, son inválidos, pero no dejan la central. Tienen miedo hasta de pensar que cerrarán la central. ¿A quién le harían falta  como están en otro trabajo?
Muchos se mueren. De repente. Sobre la marcha. Va uno por la calle y de pronto cae muerto. Se acuesta y ya no despierta. Le lleva unas flores a una enfermera y de pronto se le para el corazón.
Esta gente se está muriendo, pero nadie les ha preguntado de verdad sobre lo sucedido. Sobre  lo que hemos padecido... Lo que hemos visto... La gente no quiere oír hablar de la muerte. De los horrores...
Pero yo le he hablado del amor... De cómo he querido”.

Liudmila Ignatenko, esposa del bombero fallecido Vasili Ignatenko.




ENTREVISTA DE LA AUTORA CONSIGO MISMA SOBRE LA HISTORIA OMITIDA

--Han pasado diez años... Chernóbyl ya se ha convertido en metáfora, en símbolo. En historia incluso. Se han escrito decenas de libros, se han filmado miles de metros de cintas de video. Nos parece que de Chernóbyl lo sabemos todo: los hechos, las cifras. ¿Que se podría añadir a esto? Por lo además, es tan natural que la gente quiera olvidar Chernóbyl, convenciéndose de que todo ha quedado atrás...
¿Sobre qué trata este libro? ¿Por qué lo he escrito?
--Este libro no trata sobre Chernóbyl, sino sobre el mundo de Chernóbyl. Justamente sobre lo que sabemos tan poco. Casi nada. Es una historia omitida: así la llamaría yo. A mí me interesaba no tanto el propio suceso --qué pasó aquella noche en la central y quién tiene la culpa, qué decisiones  se tomaron, cuantas toneladas de arena y de cemento hicieron falta para construir el sarcófago sobre aquel agujero diabólico--, sino las sensaciones, los sentimientos de las personas que estuvieron en contacto con lo desconocido. Con el misterio. Chernóbyl es un enigma que aún no hemos desentrañado. Tal vez sea un tarea para el siglo XXI. Un reto para el futuro. ¿Qué es lo que el hombre ha conocido, qué ha adivinado, descubierto de si mismo?  ¿En su relación con el mundo?  La reconstrucción de los sentimientos y no de los hechos.
Si antes, cuando escribía mis libros, me detenía en los sufrimientos de otras personas, ahora  soy tan testigo como todos los demás. Mi vida es parte del suceso, vivo aquí. En la tierra de Chernóbyl.  En la pequeña Belarús, país sobre el que antes el mundo casi no había oído hablar. En  el país del que ahora dicen que ya no es una tierra sino el laboratorio de Chernóbyl. Los bielorrusos son el pueblo de Chernóbyl. Chernóbyl se ha convertido en nuestra casa, en nuestro destino nacional. Se ha convertido incluso en nuestra visión del mundo. Yo no podía no escribir este libro...
--¿Qué es, en definitiva, Chernóbyl? ¿Cierta señal? ¿O, de todos modos, es una catástrofe tecnológica gigantesca, no comparable con ningún otro suceso anterior?
--Es más que una catástrofe... Pues lo que impide entender Chernóbyl es justamente la pretensión de colocar Chernóbyl entre las catástrofes más conocidas. Se diría que constantemente nos movemos en la dirección equivocada. Aquí, por lo visto, no basta con la experiencia del pasado. Después de Chernóbyl vivimos en otro mundo, el mundo anterior no existe. Pero el hombre no quiere pensar en ello, porque nunca se ha parado a reflexionar sobre esto. Ha sido cogido por sorpresa.
Más de una vez he oído a mis contertulios la misma confesión: “No encuentro las palabras para transmitir lo que he visto, lo que he experimentado”, “no he leído sobre algo parecido en libro alguno, ni lo he visto en el cine”, “nadie antes me ha contado nada semejante”. Estas confesiones se repetían, y no he eliminado a propósito estas repeticiones. La verdad es que encontrarán muchas repeticiones. Las he dejado, no las he tachado, no sólo para dar mayor veracidad, con la intención  de mantener una “verdad carente de artificiosidad”; sino porque me parecía que reflejaban además lo insólito de lo sucedido. Todo se señala, se pronuncia en voz alta por primera vez. Ha sucedido algo para lo que aún no tenemos un sistema de representaciones, ni casos análogos, ni experiencia, para lo que no está adaptada nuestra vista, nuestro oído; ni siquiera nuestro diccionario nos sirve.

Disponemos de todo nuestro instrumental interior, que está preparado para ver, oír y tocar. Pero nada de esto es posible. El hombre, para comprender algo de todo esto, debe salir fuera de sus propios límites.
Ha comenzado una nueva historia de los sentidos...
--¿Pero, un hombre y un suceso no siempre son equivalentes? Es más frecuente que no lo sean...
--He buscado a personas conmocionadas. Seres que se hayan sentido a solas, frente a frente, con esto. Que se hayan parado a reflexionar. Que expresaran un texto nuevo... Un texto que hasta ahora nadie hubiera oído...
Tres años me he pasado viajando, preguntando: a trabajadores de la central, científicos, ex funcionarios del partido, médicos, soldados, personas evacuadas y las que se han quedado... Personas de diferentes profesiones, experiencias, generaciones y temperamentos. Creyentes y ateos. Campesinos e intelectuales. Chernóbyl es el contenido central de su vida. Todo les ha sido envenenado por dentro y a su alrededor, y no sólo la tierra y el agua. Todo su tiempo.
Un suceso contado por una persona es su vida, pero contado por muchos, es ya historia. Esto es lo más difícil: compaginar dos verdades: la personal y la colectiva. Más aún cuando el hombre actual se haya en medio de una fractura de épocas...
Se han sumado dos catástrofes: la social --ante nuestros propios ojos el enorme continente socialista se sumerge bajo las aguas--, y otra cósmica: Chernóbyl. Dos explosiones globales. Pero la primera es más próxima, más fácil de comprender. La gente está preocupada por el día a día, por sobrevivir: ¿con qué dinero comprar, adónde ir? ¿En qué creer? Bajo qué bandera marchar de nuevo? Esto es lo que experimentan todos y cada uno. En cambio, Chernóbyl, todos querrían olvidarlo. Al principio confiaban en vencerlo, pero, al comprender lo estéril de sus esfuerzos, han callado. La realidad escapa a la comprensión. Es difícil defendernos de lo que no conocemos. De aquello que la humanidad no sabe. Chernóbyl nos ha trasportado de un tiempo a otro.
Ante nosotros asoma una realidad nueva para todos...
Pero hable de lo que hable el hombre, siempre sobre la marcha se desnuda también a si mismo.
De nuevo se ha planteado el problema del sentido de su vida. ¿Qué somos?
Nuestra historia es una historia de sufrimiento. El sufrimiento es nuestro refugio. Nuestro  culto. Estamos hipnotizados por él. Pero a mí me gustaría preguntar otra cosa: sobre el sentido de la vida humana, de nuestra existencia en la tierra.
He viajado, hablado, tomado nota. Esta gente ha sido la primera... que ha visto aquello que nosotros sólo sospechamos. Aquello que para todos aún es un enigma. Pero ellos mismos lo contarán...
En más de una ocasión me ha parecido que estaba anotando el futuro...


CAPÍTULO PRIMERO


LA TIERRA DE LOS MUERTOS

Monólogo sobre para qué la gente recuerda

“¿Y se ha propuesto escribir sobre esto? ¡Sobre esto! Yo no querría que esto se  supiera de mí...  Que he vivido allí...
Por un lado, tengo el deseo de abrirme, de soltarlo todo, pero por otro, noto como me desnudo, y esto es  algo que no quisiera que...
¿Recuerda usted en Tolstói?.. Después de la guerra Pier Bezújov está tan conmocionado que le parece que él y el mundo han cambiado para siempre. Pero pasa cierto tiempo y Bezújov se dice a sí mismo: “Todo continuará igual, seguiré como antes riñendo al cochero, como siempre me pondré a refunfuñar”. Entonces, ¿para qué recuerda la gente? ¿Para restablecer la verdad? ¿La justicia? ¿Para liberarse y olvidar? ¿Porque comprenden que han participado en un acontecimiento grandioso? ¿O porque buscan alguna protección en el pasado? Y todo eso, a sabiendas de que los recuerdos son algo frágil, efímero; no se trata de conocimientos precisos sino conjeturas sobre uno mismo. No son aún conocimientos, son sólo sentimientos. Lo que siento...
Me he torturado, he rebuscado en mi memoria y al fin recordé...

Lo más horroroso que me ha sucedido me pasó en la infancia. Era la guerra...
Recuerdo como siendo unos chavales jugábamos “a papás y mamás”, desnudábamos a los críos y los colocábamos el uno sobre el otro... Eran los primeros niños nacidos después de la guerra.  Toda la aldea sabía qué palabras decían ya, cómo empezaban a andar, porque durante la guerra se olvidaron de los niños. Esperábamos la aparición de la vida... “A papás y mamás” -- así se llamaba el juego. Queríamos ver la aparición de la vida... Y eso que no teníamos más de ocho, diez años...
He visto cómo una mujer trataba de quitarse la vida. Entre los arbustos, junto al río. Tomaba un ladrillo y se golpeaba con él en la cabeza. Estaba embarazada de un policía5, de un hombre al que toda la aldea odiaba.
Siendo aún un niño, yo había visto como nacían los gatitos. He ayudado a mi madre a tirar de un ternero cuando salía de una vaca, y he llevado a aparearse a nuestra cerda...
Recuerdo... Recuerdo como trajeron a mi padre muerto; llevaba un jersey, se lo había tejido mi madre. Al parecer lo habían fusilado con una ametralladora o con un fusil automático. Algo sanguinolento salía a pedazos de aquel jersey. Allí estaba, sobre nuestra única cama, no había otro lugar dónde acostarlo. Luego lo enterraron junto a la casa. Y aquella tierra era lo contrario del descanso eterno, era barro pesado, de la huerta de remolachas. Por todas partes seguían los combates... La calle sembrada de caballos caídos y hombres muertos.
Para mí son recuerdos hasta tal punto vedados que no hablo de ellos en voz alta...
Por entonces yo percibía la muerte igual que un nacimiento... Tenía más o menos el mismo sentimiento cuando aparecía el ternero de una vaca... Cuando salían los gatitos... Y cuando la mujer se intentaba quitar la vida entre los arbustos... Por alguna razón, todo eso me parecía la misma cosa, lo mismo... El nacimiento y la muerte.
Recuerdo desde la infancia cómo huele la casa cuando se sacrifica un cerdo... Y en cuanto  usted me toque empiezo a caer, a hundirme allí... A la pesadilla... Al horror... Vuelo allí...
También recuerdo como siendo niños las mujeres nos llevaban consigo a los baños. Y a todas las mujeres, también a mi madre, se les caía la matriz (eso ya lo comprendíamos); se la sujetaban con trapos. Esto lo he visto yo... La matriz se salía debido al trabajo duro. No había hombres, los habían matado a todos en el frente, en la guerrilla; tampoco había caballos, las mujeres tiraban de los arados con sus propias fuerzas. Labraban sus huertos y los campos del koljós6.
Cuando, al hacerme mayor, tenía trato íntimo con una mujer, me venía todo esto a  la memoria... Lo que había visto en los baños...
Quería olvidar... Olvidarlo todo... Lo olvidaba... Y pensaba que lo más horroroso ya me había sucedido en el pasado... La guerra... Que estaba protegido, que ya estaba salvo...
Pero ahora he viajado a la zona de Chernóbyl ... Ya he estado muchas veces... Y allí comprendí que no estoy protegido. Que me estoy destruyendo... El pasado ya no me protege. Ya no hay respuestas en el pasado. Siempre las ha habido, pero hoy no las hay. A mí me destruye el futuro, no el pasado”

Piotr S., psicólogo.



Monólogo sobre de qué se puede conversar con un vivo, y con un muerto

“Por la noche un lobo entró en el patio. Miré por la ventana, y allí estaba con los ojos encendidos. Como faros...
Me he acostumbrado a todo. Hace siete años que vivo sola, siete años, desde que la gente se fue. Por la noche, a veces, me quedo sentada hasta que amanece, y pienso, pienso. Hoy incluso me he pasado la noche sentada, hecha un ovillo, en la cama, y luego he salido afuera a ver qué sol hacía.
¿Qué le voy a decir? Lo más justo en la vida es la muerte. Nadie la ha evitado. La tierra da

5 policía --a diferencia de “miliciano” que es como se llama en Bielorrusia a un agente del orden hasta hoy-- se denominaba a los guardias nombrados por los alemanes durante la guerra en la URSS.

6Granja colectiva, en la que trabajan todos los campesinos.

cobijo a todos: a los buenos y a los malos, a los pecadores. Y no hay más justicia en este mundo.  Me he pasado toda la vida trabajando duramente, como una persona honrada. He vivido con la conciencia en paz. Pero no me ha tocado lo que es justo. Se ve que a Dios, cuando repartía suerte, cuando me llegó el turno, ya no le quedaba nada para darme,  al parecer.
Un joven puede morir, el viejo debe morirse...
Primero esperaba a la gente; pensaba que regresarían todos. Nadie se había ido para siempre; la gente se marchaba por un tiempo. Pero ahora sólo espero la muerte... Morirse no es difícil, sólo da miedo. No hay iglesia... El padre no viene por aquí... No tengo a nadie a quien confesar mis pecados...
La primera vez que nos dijeron que teníamos radiación, pensamos que era alguna enfermedad; que quien enferma se muere en seguida. Pero nos decían que no era eso, que era algo que estaba en la tierra, que se metía en la tierra y que no se podía ver. Los animales puede que lo vieran y lo oyeran, pero el hombre no. ¡Y no es verdad! Yo lo he visto... Este cesio estuvo tirado en mi huerto hasta que lo mojó la lluvia. Tiene un color así, como de tinta... Allí estaba brillando a pedazos... Llegué del campo del “koljós” y me fui a mi huerta... Y había un trozo azul... Y a unos doscientos metros más allá, otro... Del tamaño del pañuelo como el que llevo en la cabeza. Llamé a la vecina y a otras mujeres y recorrimos todo el lugar. Todos los huertos, el campo... Unas dos hectáreas... Encontramos puede que cuatro pedazos grandes... Uno era de color rojo...
Al día siguiente llovió. Desde por la mañana. Y para la hora de comer desaparecieron. Vino la milicia, pero ya no había nada que enseñar. Sólo se lo contamos. Unos trozos así... (Muestra con  las manos). Como mi pañuelo. Azules y rojos...
Esta radiación no nos daba demasiado miedo. Mientras no la veíamos y no sabíamos qué era, puede que nos diera miedo, pero en cuanto la vimos, se nos pasó el temor. La milicia y los soldados pusieron unas tablillas. A algunos junto a la casa y también en la calle les escribieron: setenta curíes, sesenta curíes7...
Siempre hemos vivido de nuestras patatas, de nuestra cosecha, ¡y ahora nos dicen que no se puede! Para unos fue un duro golpe, aunque otros se lo tomaron a risa... Nos aconsejaban que trabajáramos en la huerta con máscaras de venda y con guantes de goma...
Entonces vino un sabio importante y pronunció un discurso en el club diciendo que teníamos que lavar la leña... ¡Ésta si que es buena! ¡Que se me caigan las orejas! Nos mandaron lavar las mantas, las sábanas, las cortinas... ¡Pero si estaban dentro de la casa! En los armarios y en los baúles. ¿Qué radiación puede haber, dígame, en las casas? ¿Tras las ventanas? ¿Tras las puertas? Si al menos la buscaran en el bosque, en el campo...
Nos cerraron con candado los pozos y los envolvieron en plástico... Que el agua estaba “sucia”.
¡¿Pero qué sucia?, si estaba más limpia que!... Nos llenaron la cabeza con que si os vais a morir... Que si debíamos irnos de ahí... Evacuarnos...
La gente se asustó... Se les llenó el cuerpo de miedo... Algunos empezaron a enterrar por la noche sus pertenencias. Hasta yo recogí toda mi ropa... Los diplomas por mi trabajo honrado y las cuatro monedas que tenía       y que guardaba. ¡Y qué tristeza! ¡Una tristeza que me roía el corazón!
¡Que me muera si no le digo la verdad!
Y un día oigo que los soldados habían evacuado a toda una aldea, pero un viejo y su mujer se quedaron. El día antes de que sacaran a la gente y los subieran a los autobuses, ellos agarraron a la vaca y se metieron en el bosque. Y allí esperaron a que pasara todo. Como durante la  guerra. Cuando las tropas de castigo quemaron la aldea...
¿De dónde tanta desgracia? (Llora). Qué frágil es nuestra vida... No lloraría si pudiera, pero las lágrimas me caen solas...
¡Oh! Mire por la ventana: ha venido una urraca... Yo no las espanto... Aunque a veces las urracas se me llevan los huevos del cobertizo. Así y todo no las espanto. ¡Yo no espanto a nadie! Ayer vino una liebre...
Si cada día viniera gente a casa. Aquí, no lejos, en la aldea vecina, también vive una mujer; yo le dije que se viniera aquí. Tanto si me ayuda, como si no, al menos tendré con quien hablar. Llamar...
Por la noche me duele todo. Se me doblan las piernas, noto como un hormigueo, son los

7Unidad de medida de la radioactividad

nervios que corren por dentro. Entonces agarro lo que encuentro a mano. Un puñado de grano. Y jrup, jrup. Y los nervios se me calman.
¡Cuánto no habré trabajado y padecido en esta vida! Pero siempre me ha bastado con lo que tenía y no quiero nada más. Al menos si me muero, descansaré. Lo del alma no sé, pero el cuerpo se quedará tranquilo.
Tengo hijas e hijos... Todos están en la ciudad... ¡Pero yo no me voy de aquí! Dios no me ha librado de daños, pero me ha dado años. Yo sé qué carga es una persona vieja; los hijos te aguantan, te aguantan y al final acaban por herirte. Los hijos te dan alegrías mientras son chicos.
Nuestras mujeres, las que se han ido a la ciudad, todas se quejan. Unas veces es la nuera, otras la hija quien te ofende. Quieren regresar. Mi hombre está aquí... Aquí está enterrado... En el cementerio. Pero si no estuviera aquí, se habría ido a vivir a otra parte. Y yo con él. (De pronto contenta). ¿Aunque para qué irse? ¡Aquí se está bien! Todo crece, florece. De la fiera al mosquito, todo vive.
Ahora se lo recordaré todo...
Pasaban más y más aviones. Cada día. Iban bajos, sobre nuestras cabezas. Volaban al reactor.  A la central. Uno tras otro. Y entre tanto estaban evacuando nuestro pueblo. Nos trasladaban. Tomaban al asalto las casas. La gente se había encerrado, se escondía. El ganado bramaba, los niños lloraban. ¡La guerra! Y el sol brillaba...
Yo me había metido en casa y no salía; la verdad es que no me encerré con llave. Llamaron unos soldados: “¿Qué abuela, está lista?”. Y yo les digo: “¿Qué, me vais a atar de pies y manos,  vais a sacarme a la fuerza?”. Los chicos se quedaron callados y al rato se fueron. Eran tan jovencitos. ¡Unos niños!
Las mujeres se arrastraban de rodillas ante sus casas... Rezaban... Los soldados las agarraban  de un brazo, del otro y al camión. Yo en cambio les amenacé de que si me tocaban, si me rozaban siquiera, les daría con la azada. Y juré. ¡Cómo juré! Pero no lloré... Aquel día no lloré.
De modo que me quedé en la casa. Afuera todo eran gritos. ¡Y qué gritos! Pero luego todo quedó en silencio. Sin un ruido.  Y aquel día... El primer día no salí de casa...
Contaban que iba una columna de gente. Y otra de ganado. ¡La guerra!
Mi hombre solía decir que el hombre dispara y Dios lleva las balas. ¡A cada uno su suerte! Los jóvenes que se fueron, algunos ya han muerto. En el nuevo lugar. Y yo sigo aquí con mi bastón. En pie. ¿Que me pongo triste?, pues lloro un rato. La aldea está vacía... Pero hay todo tipo de pájaros... Volando... Hasta un alce pasea por aquí, como si nada... (Llora.)
Se lo recordaré todo...
La gente se fue, pero se dejó los gatos y los perros. Los primeros días iba de casa en casa y les echaba leche, y a cada perro le daba un pedazo de pan. Los perros estaban ante sus casas y esperaban a sus amos. Esperaron largo tiempo. Los gatos hambrientos comían pepinos... Tomates...
Hasta el otoño le estuve segando la hierba a la vecina delante de su casa. Se le cayó una valla y también la clavé. Esperaba a la gente... En casa de la vecina vivía un perrito, lo llamaban Zhuchok. “Zhuchok --le decía-- si te encuentras primero a alguien, llámame”.
Por la noche sueño cómo se me llevan... Un oficial me grita: “Abuela, dentro de un momento vamos a quemarlo todo y a enterrarlo. ¡Sal!”. Y se me llevan a alguna parte, a un sitio desconocido. Incomprensible. No era ni ciudad, ni aldea. Tampoco una tierra...
Me ocurrió una historia... Tenía yo un buen gatito. Vaska. En invierno me asaltaron las ratas y no había modo de librarse de ellas... Se me metían debajo de la manta... El tonel donde guardo el grano; le hicieron un agujero. Vaska fue quien me salvó... Sin Vaska hubiera estado perdida... Con el comía y charlaba... Pero entonces Vaska desapareció... Puede que lo atacaran los perros hambrientos y se lo comieran. Todos andaban famélicos, hasta que se murieron; los gatos también pasaban tanta hambre que se comían a sus crías; durante el verano no, sino con la llegada del invierno. ¡Válgame Dios! Las ratas hasta se comieron a una mujer... Se la zamparon... Las malditas ratas pelirrojas. Si es verdad o no, no sabría decirle, pero  eso es lo que contaban.
Merodeaban por aquí unos vagabundos... Los primeros años las cosas en las casas no  faltaban... Camisas, jerseyes, abrigos... Toma lo que quieras y llévalo a vender... Pero se emborrachaban, les daba por cantar. La madre que los... Uno se cayó de una bicicleta y se quedó dormido en medio de la calle. Y por la mañana sólo quedó de él dos huesos y la bicicleta. ¿Será verdad o mentira? No le sabría decir. Eso es lo que cuentan.
Aquí todo vive. ¡Lo que se dice todo! Vive la lagartija, la rana. Y el gusano vive. ¡Hasta

ratones hay! Se está bien, sobre todo en primavera. Me gusta cuando florecen las lilas. Cuando huelen los cerezos.
Mientras los pies me aguantaban, yo misma iba a por el pan: a quince kilómetros sólo de ida. De joven me los hubiera hecho corriendo. La costumbre. Después de la guerra íbamos a Ucrania a por simiente. A treinta y cincuenta kilómetros. La gente llevaba un pud8; yo, tres. Ahora sucede que ni en casa puedo andar. Las viejas incluso en verano tienen frío.
Vienen por aquí los milicianos, pasan para controlar el pueblo, y entonces me traen pan. ¿Pero qué es lo que controlan? Vivo yo y el gatito. Éste ya es otro que tengo. Los milicianos hacen sonar la bocina y para nosotros es una fiesta. Corremos a verlos. Le traen huesos al gato. Y a mí me preguntan: “¿Y si aparecen los bandidos? -- “¿Y qué van sacar de mí? --les digo-- ¿qué me pueden quitar? ¿El alma? El alma es lo único que me queda”.
Son buenos muchachos... Se ríen... Me han traído pilas para la radio, y ahora la escucho. Me gusta Liudmila Zýkina9, pero ahora, no sé por qué, rara vez canta. Se ve que se ha hecho vieja, como yo... A mi hombre le gustaba decir... Solía decir : ¡Se acabó el baile, el violín al estuche!
Le contaré como me encontré con el gatito. Mi pobre Vaska había desaparecido... Lo espero un día, lo espero otro... Un mes... En fin, que me había quedado como quien dice más sola que la una. Sin nadie con quien hablar. De modo que un día decido recorrer la aldea, y por los huertos vecinos voy llamando: Vaska, Murka... ¡Vaska! ¡Murka! Al principio había muchos gatos, luego desaparecieron todos Dios sabe dónde... Se exterminaron. La muerte no perdona... La tierra da cobijo a todos...
De modo que iba yo por ahí... Dos días me pasé llamando. Y al tercer día lo veo, sentado junto a la tienda... Nos miramos el uno al otro. Él contento y yo también. Lo único, que no dice palabra. “Bueno, vamos --lo llamo--, para casa”. Pero él que no se mueve. De modo que le pido que se venga conmigo: “¿Qué vas a hacer aquí solo? Se te comerán los lobos. Te harán pedazos. Ven. Que tengo huevos, tocino”. ¿Cómo se lo explicaría? Dicen que los gatos no entienden a los humanos. ¿Y entonces cómo es que entonces éste me entendió? Yo delante y él corriendo detrás. ¡Miau!.. “Te daré tocino”... ¡Miau! “Viviremos juntos”... ¡Miau! “Te llamaré Vaska”... ¡Miau!... Y ya ve, dos inviernos que llevamos juntos...
Por la noche a veces sueño que alguien me llama... La voz de la vecina: “¡Zina!..” Calla un  rato, y otra vez: “¡Zina!”.
Si me pongo triste, lloro un rato...
Voy a ver las tumbas. Allí descansa mi madre. Mi hijita pequeña... La consumió el tifus  durante la guerra... Justo después de llevarla al cementerio, después de que le dimos sepultura, de pronto entre las nubes salió el sol. Brillaba que daba gusto. Hasta me dieron ganas de regresar y desenterrarla...
También mi hombre está ahí... Fedia... Me quedo sentada junto a todos los míos. Suspiro un rato. Y hasta hablar con ellos puedo, tanto con los vivos, como con los muertos. Para mí no hay diferencia. Los oigo tanto a unos como a los otros. Cuando estás sola... Y cuando estás triste... Muy triste...
Justo al lado de las tumbas vivía el maestro Iván Prójorovich Gavrilenko. Se ha marchado a Crimea con su hijo.
Algo más allá, Piotr Ivánovich Miusski... El tractorista... Era estajanovista10, en un tiempo todos se hacían estajanovistas... Tenía unas manos de oro. Se hizo él mismo los artesonados de madera. Y qué casa; la mejor del pueblo. ¡Una joya! ¡Oh qué lástima me dio, hasta se me subió la sangre cuando la destruyeron... La enterraron. El oficial gritaba: “No padezcas, mujer. La casa ha caído dentro de la “mancha””. Aunque parecía borracho. Me acerqué a él y veo que está llorando. “¡Ve, mujer, vete!” -- me dijo y me echó de allí...
Y luego ya Misha Mijaliov, que cuidaba de las calderas de la granja. Misha murió pronto. Se fue y al poco se murió.

8Medida de peso rusa: 16, 3 kilos.

9Célebre intérprete de canciones populares

10Trabajadores que, siguiendo el ejemplo del minero soviético Alekséi Stajánov, superaban con creces la norma de producción.

Tras él está la casa del zootécnico Stepán Býjov... ¡La casa se quemó! Por la noche unos granujas la prendieron fuego. Forasteros eran. Stepán no vivió mucho. Lo enterraron en alguna  parte de la región de Moguiliov.
Una segunda guerra... ¡Cuanta gente hemos perdido! Kovaliov Vasili Makárovich, Maksim Nikiforenko...
En un tiempo vivimos con alegría. Durante las fiestas cantábamos, bailábamos. Con el acordeón. Y ahora esto parece una prisión. Cierro, a veces, los ojos y recorro la aldea... Qué radiación ni qué cuentos, cuando las mariposas vuelan y los abejorros zumban. Y mi Vaska cazando ratones. (Llora).
Dime, hija mía, ¿has comprendido mi tristeza? Se la llevarás a la gente, pero puede que yo ya no esté. Me encontrarán en la tierra... Bajo las raíces...”

Zinaída Yevdokímovna Kovalenko, residente en la zona prohibida.




Monólogo sobre toda una vida escrita en las puertas


“Quiero dejar testimonio...
Eso era entonces, diez años atrás, y ahora cada día eso se repite conmigo. Está siempre conmigo.
Vivíamos en la ciudad de Prípiat. En la misma ciudad.
No soy escritor. No sabría contarlo. No soy lo bastante inteligente para entenderlo. Ni siquiera con mi formación superior.
De modo que vas haciendo tu vida... Soy una persona corriente. Poca cosa. Igual que los que te rodean; vas a tu trabajo y vuelves a casa. Recibes un sueldo medio. Viajas una vez al año de vacaciones. ¡Una persona normal!
Y un día, de pronto, te conviertes en un hombre de Chernóbyl. ¡En un bicho raro! En algo que le interesa a todo el mundo y de lo que no se sabe nada. Quieres ser como los demás, pero ya es imposible. No puedes. Te miran con otros ojos. Te preguntan: ¿pasaste miedo ahí? ¿Cómo ardía la central? ¿Qué has visto? O, por ejemplo, ¿puedes tener hijos? ¿No te ha dejado tu mujer? En los primeros tiempos todos nos convertimos en bichos raros... La propia palabra Chernóbyl, es como una señal acústica... Todos giran la cabeza hacia ti... ¡Es de allí!
Estos eran los sentimientos de los primeros días. No perdimos una ciudad, sino toda una vida... Dejamos la casa al tercer día... El reactor ardía... Se me ha quedado grabado como un conocido dijo: “Huele a reactor”. Un olor indescriptible. Pero sobre esto ya se ha escrito en los periódicos.
Han convertido Chernóbyl en una fábrica de horrores, aunque en realidad parece más bien un

cómic.

Le contaré sólo lo mío... Mi verdad...
Ocurrió así... Por la radio habían dicho: ¡no se pueden llevar los gatos! ¡Y el gato a la maleta! Pero el animal no quería meterse en la maleta, se escabullía. Nos arañó a todos... ¡Prohibido llevarse las cosas! No me llevaré todas las cosas, pero sí una. ¡Una sola cosa! Tengo que quitar la puerta del piso y llevármela; no puedo dejar la puerta. Cerraré la entrada con tablones...
Nuestra puerta... ¡Aquella puerta era nuestro talismán! Una reliquia familiar. Sobre esta puerta velamos a mi padre. No sé según qué costumbre, no en todas partes lo hacen, pero entre nosotros, como me dijo mi madre, hay que acostar al difunto sobre la puerta de su casa. Lo velan sobre ella, hasta que traen el ataúd. Yo me pasé toda la noche junto a mi padre, que yacía sobre esta puerta...  La casa abierta... toda la noche... Y sobre esta misma puerta, hasta lo alto, están las muescas... De cómo iba creciendo yo... Se ven anotadas: la primera clase11, la segunda. La séptima. Antes del ejército... Y al lado ya: cómo fue creciendo mi hijo... Y mi hija... En esta puerta está escrita toda nuestra vida. ¿Cómo voy a dejarla?

11En la escuela soviética la enseñanza se impartía en diez cursos anuales, desde la primera “clase”, que se inicia a los siete años, hasta la décima. El mismo orden sigue rigiendo en los países de la antigua URSS. Para distinguirlas de nuestros “cursos”, aquí las seguiremos llamado “clases”.

Le pedí a un vecino que tenía coche: “¡Ayúdame!” Y el tipo me señaló a la cabeza, como diciendo tú estás mal de la chaveta. Pero saqué aquella puerta de allí. .. Mi puerta... Por la noche... en una moto... Por el bosque... La saqué al cabo de dos años, cuando ya habían saqueado nuestro piso. Limpio quedó. Hasta me persiguió la milicia: “¡Alto o disparo! ¡Alto o disparo!” Me tomaron por un ladrón, claro. De manera que, como quien dice, robé la puerta de mi propia casa...
Mandé a mi hija con la mujer al hospital. Se les había cubierto todo el cuerpo de manchas negras. Las manchas salían, desaparecían y volvían a salir. Del tamaño de una moneda... Sin ningún dolor... Las examinaron a las dos. Y yo pregunté: “Dígame, ¿cual es el resultado?” -- “No es cosa suya” -- “¿De quién sino, entonces?”
A nuestro alrededor todos decían: vamos a morir... Para el año dos mil los bielorrusos desaparecerán. Mi hija tenía seis años. La acostaba a dormir y ella que me susurraba al oído: “Papa, quiero vivir, aún soy muy pequeña”. Y yo que pensaba que no entendía nada...
¿Usted es capaz de imaginarse a siete niñas calvas juntas? Eran siete en la sala. ¡No, basta!
¡Acabo! Mientras se lo cuento, tengo la sensación, mire, mi corazón me dice que estoy cometiendo una traición... Porque tengo que describirla como si no fuera mi hija... Sus sufrimientos...
Mi mujer llegaba del hospital... Y no podía más: “Más valdría que se muriera, antes que sufrir de este modo. O que me muera yo; no quiero seguir viendo esto”. ¡No, basta! ¡Acabo! No estoy en condiciones. ¡No!
La acostamos sobre la puerta... Encima de la puerta sobre la que un día reposó mi padre. Hasta que trajeron un pequeño ataúd... Pequeño, como la caja de una muñeca grande.
Quiero dejar testimonio: mi hija murió por culpa de Chernóbyl. Y aún quieren de nosotros que no lo recordemos”.


Nikolái Fómich Kaluguin, padre.

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