UNA SOLITARIA VOZ HUMANA
No sé de qué hablar... ¿De
la muerte o del amor? ¿O es lo mismo? ¿De qué?
Nos habíamos
casado no hacía mucho. Aún íbamos por la calle agarrados de la mano, hasta cuando íbamos de com-
pras. Siempre juntos. Yo le decía:
«Te quiero». Pero aún no sabía cuánto le quería. Ni me lo
imaginaba... Vivíamos en la residencia de la unidad
de bomberos, donde
él trabajaba. En el piso de arriba. Junto
a otras tres familias jóvenes,
con una sola cocina
para todos. Y en el bajo estaban
los coches. Unos camiones de
bomberos rojos. Este era su trabajo. Yo siempre estaba al corriente: dónde se encontraba,
qué le pasaba...
En mitad
de la noche oí un ruido.
Gritos. Miré por la ven-
tana. Él me vio:
—Cierra las ventanillas y acuéstate. Hay un incendio
en la central. Volveré pronto.
No vi la explosión. Solo las llamas.
Todo parecía ilumina- do.
El cielo entero... Unas llamas altas. Y hollín. Un calor horroroso. Y él seguía
sin regresar. El hollín se debía a que
ardía el alquitrán; el techo de la central estaba cubierto de asfalto. Sobre
el que la gente andaba,
como él después
recor- daría, como
si fuera resina.
Sofocaban las llamas
y él, mien- tras, reptaba. Subía hacia el reactor.
Tiraban el grafito ardien- te con los pies... Acudieron
allí sin los trajes de lona; se fueron para allá tal como iban,
en camisa. Nadie
les advirtió; era un aviso de un incendio
normal.
Las cuatro...
Las cinco... Las seis... A las seis teníamos la intención de ir a ver a sus padres. Para plantar patatas. Desde la
ciudad de Prípiat
hasta la aldea
de Sperizhie, donde
vivían sus padres, hay 40 kilómetros. Íbamos a sembrar,
a arar. Era su trabajo favorito... Su madre
recordaba a menudo que ni ella ni su padre querían
dejarlo marchar a la ciudad;
incluso le construyeron una casa nueva.
Pero se
lo llevaron al ejército. Sirvió en Moscú,
en las tropas de bomberos, y cuando regresó,
solo quería ser bom-
bero. Ninguna otra cosa. [Calla.]
A veces
me parece oír
su voz... Oírle
vivo... Ni siquiera las fotografías me producen tanto
efecto como la voz. Pero
nun- ca me llama... Ni en sueños... Soy yo quien
lo llama a él...
Las siete... A las siete me comunicaron que estaba en
el hospital. Corrí hacia
allí, pero el hospital ya estaba acordo- nado por la milicia;
no dejaban pasar
a nadie. Solo
entraban las ambulancias. Los milicianos gritaban: «Los coches están irradiados, no os acerquéis». No solo yo, vinieron
todas las mujeres, todas
cuyos maridos habían estado aquella noche en la central.
Corrí en busca de una conocida
que trabajaba como mé-
dico en aquel hospital. La agarré de la bata cuando salía
de un coche:
—¡Déjame pasar!
—¡No puedo! Está mal. Todos están mal. Yo
la tenía agarrada:
—Solo quiero
verlo.
—Bueno —me
dice—, corre. Quince
o veinte minutos.
Lo vi... Estaba
hinchado, todo inflamado... Casi no tenía ojos...
—¡Leche! ¡Mucha
leche! —me dijo mi conocida—. Que beba al menos tres litros.
—Él no toma leche.
—Pues ahora la tendrá que beber.
Muchos médicos, enfermeras y, especialmente, las auxilia-
res de aquel hospital, al cabo de un tiempo,
se pondrían en- fermas. Morirían... Pero entonces
nadie lo sabía.
A las diez de la mañana
murió el técnico
Shishenok. Fue el primero... El primer día...
Luego supimos que,
bajo los es- combros, se había quedado otro... Valera Jodemchuk. No lograron sacarlo. Lo emparedaron con el hormigón. Pero entonces aún no sabíamos que todos ellos serían
solo los primeros...
Le pregunto:
—Vasia,* ¿qué hago?
—¡Vete de aquí! ¡Vete! Estás
esperando un niño. —Estoy
embarazada, es cierto. Pero ¿cómo lo voy a dejar? Él me pide—: ¡Vete! ¡Salva
al crío!
—Primero te tengo que traer leche,
y luego ya veremos.
Llega mi amiga Tania
Kibenok. Su marido
está en la mis-
ma
sala. Ha venido con su padre, que tiene coche. Nos su- bimos al coche
y vamos a la aldea
más cercana a por leche. A unos tres kilómetros de la
ciudad. Compramos muchas garrafas de
tres litros de leche. Seis, para que
hubiera para todos. Pero la leche les provocaba unos vómitos terribles. Perdían el sentido sin
parar y les
pusieron el gota
a gota. Los médicos nos aseguraban, no sé por qué, que se habían
enve- nenado con los gases, nadie hablaba de la radiación.
Entretanto, la
ciudad se llenó de vehículos militares, se cerraron todas las carreteras... Se
veían soldados por todas partes. Dejaron
de circular los trenes de cercanías, los expre-
sos... Lavaban las calles con un polvo
blanco... Me alarmé:
¿cómo iba a conseguir
llegar al pueblo al día siguiente para comprarle leche fresca? Nadie
hablaba de la radiación... Solo los militares iban con caretas. La gente de la ciudad
llevaba su pan de las tiendas, las bolsas abiertas con los bollos. En los
* Diminutivo de
Vasili. (N. del T.)
estantes había
pasteles... La vida seguía como de costumbre. Solo... lavaban las calles
con un polvo...
Por la noche no me dejaron
entrar en el hospital... Había un mar de gente en los
alrededores. Yo estaba frente a su
ventana; él se acercó a ella y me gritó algo. ¡Se le veía tan desesperado! Entre la muchedumbre, alguien entendió lo que decía: que aquella noche se los llevaban a Moscú. Todas las esposas nos arremolinamos en un corro. Y decidimos: nos va- mos con ellos. ¡Dejadnos estar con
nuestros maridos! ¡No tenéis derecho! Quisimos abrirnos paso
a golpes, a arañazos.
Los soldados..., los soldados ya habían formado
un doble cor-
dón y nos impedían pasar
a empujones. Entonces salió
el mé- dico y nos confirmó que se los llevaban aquella
misma noche en avión
a Moscú; que debíamos traerles
ropa; la que lleva-
ban en la central se había quemado. Los autobuses ya no fun- cionaban, y fuimos a pie, corriendo, a casa. Cuando
volvimos con las bolsas, el avión
ya se había marchado... Nos
engañaron a propósito. Para que no gritáramos, ni lloráramos...
Llegó la noche... A un lado de la calle, autobuses, cientos de autobuses (ya estaban preparando la evacuación de la
ciudad), y al otro, centenares de coches de bomberos. Los trajeron de todas partes. Toda
la calle cubierta de espuma blanca...
Íbamos pisando aquella
espuma... Gritando y mal-
diciendo...
Por la radio dijeron
que evacuarían la ciudad, para tres o, a lo mejor, cinco
días. «Llévense consigo ropa de invierno
y de deporte, porque van a vivir en el bosque. En tiendas de campaña.» La gente hasta
se alegró: «¡Nos
mandan al cam- po!». Allí celebraremos la fiesta del Primero de Mayo. Algo inusual. La gente preparaba carne
asada para el camino, y compraban vino. Se llevaban las guitarras, los
magnetófo- nos... ¡Las maravillosas fiestas de mayo! Solo lloraban las mujeres
a cuyos maridos
les había pasado
algo.
No recuerdo
el viaje. Cuando vi a su madre, fue como si
despertara:
—¡Mamá, Vasia está en Moscú!
¡Se lo llevaron en un vue-
lo especial!
Acabamos de
sembrar el huerto: patatas, coles... [¡Y
a la semana evacuarían la aldea!]
¿Quién lo iba a saber? Por la noche tuve un ataque de vómito. Era
mi sexto mes de emba- razo. Me sentía tan mal...
Esa noche
soñé que me llamaba. Mientras estuvo vivo me llamaba en sueños: «¡Liusia, Liusia!». Pero, una
vez que mu- rió, ni una sola vez. No me llamó
ni una sola vez. [Llora.] Me levanté por la mañana y me dije: «Me voy sola a Moscú.
Yo que...».
—¿Adónde vas a
ir en tu estado? —me dijo llorando su
madre. También se vino
conmigo mi padre:
—Será mejor
que te acompañe. —Sacó todo el dinero
de la libreta, todo el que tenían. Todo...
No recuerdo el
viaje. También se me borró de la cabeza todo el camino... En Moscú preguntamos al primer miliciano que encontramos a qué hospital habían
llevado a los bombe-
ros de Chernóbil y nos lo dijo;
yo hasta me sorprendí de ello
porque nos habían asustado: «No os lo dirán; es un secreto de Estado, ultrasecreto...».
—A la clínica número
seis. A la Schúkinskaya.
En el hospital, que era una clínica especial
de radiología, no dejaban
entrar sin pases. Le di dinero a la vigilante de guardia y me dijo: «Pasa». Me dijo a qué piso debía ir. No sé a quién más le supliqué,
le imploré... Lo cierto es que ya es-
taba en el despacho de la jefa de la sección de radiología: Anguelina Vasílievna Guskova. Entonces aún no sabía cómo se llamaba, no se me quedaba nada
en la cabeza. Lo único que sabía era que debía
verlo... Encontrarlo...
Ella me preguntó enseguida:
—¡Pero, alma
de Dios! ¡Criatura! ¿Tiene usted hijos?
¿Cómo iba a
decirle la verdad? Estaba claro que tenía que
esconderle mi embarazo. ¡No me lo dejaría ver! Menos
mal que soy delgadita y no se me nota nada.
—Sí —le contesto.
—¿Cuántos?
Pienso: «He de decirle
que dos. Si solo es uno, tampoco
me dejará pasar».
—Un niño y una niña.
—Bueno, si son dos, no creo que vayas a tener más. Aho- ra
escucha: su sistema
nervioso central está
dañado por com- pleto; la médula está completamente dañada...
«Bueno —pensé—, se volverá
algo más nervioso.»
—Y óyeme bien: si te pones a llorar,
te mando al instante
para casa. Está prohibido que
os abracéis y que os beséis.
No te acerques mucho.
Te doy media hora.
Pero yo ya sabía que no me iría de allí. Si me iba, sería con él. ¡Me lo había jurado a mí misma!
Entro... Los veo sentados
sobre las camas,
jugando a las cartas, riendo.
—¡Vasia!
—lo llaman. Se
da la vuelta.
—¡Vaya! ¡Hasta aquí me ha encontrado! ¡Estoy perdido! Daba risa verlo, con su pijama de la talla 48, él, que usa una 52. Las mangas
cortas, los pantalones... Pero ya le había
bajado la hinchazón de la cara... Les inyectaban no sé qué
solución...
—¿Tú, perdido?
—le pregunto. Y él que ya quiere abrazarme.
—Sentadito. —La médico no lo deja acercarse a mí—.
Nada de abrazos aquí.
No sé cómo, pero nos lo tomamos a broma. Y al momen- to todos se acercaron a nosotros; vinieron
hasta de las otras
salas. Todos eran de los nuestros. De Prípiat. Porque
habían sido veintiocho los
que habían traído
en avión. «¿Qué
hay de nuevo? ¿Qué pasa en la ciudad?»
Yo les cuento que han em- pezado a evacuar a la gente, que se
llevan fuera a toda la ciudad durante unos tres o cinco días. Los chicos se callaron;
pero también había allí dos mujeres; una de ellas estaba de guardia en la entrada
el día del accidente, y la mujer rompió
a llorar:
—¡Dios mío!
Allí están mis hijos. ¿Qué
va a ser de ellos? Yo tenía ganas
de estar a solas con él; bueno, aunque
solo fuera un minuto. Los muchachos se dieron cuenta
de la situa- ción y cada uno se inventó
un pretexto para salir al pasillo.
Entonces lo abracé y lo besé.
Él se apartó.
—No te sientes cerca.
Coge una silla.
—Todo eso son bobadas
—le dije, quitándole importan- cia—. ¿Viste dónde se produjo
la explosión? ¿Qué es lo que
pasó? Porque vosotros fuisteis los
primeros en llegar...
—Lo más
seguro es que
haya sido un sabotaje.
Alguien lo habrá hecho
a propósito. Todos los chicos
piensan lo mismo.
Entonces decían eso. Y lo creían de verdad.
Al día siguiente, cuando
llegué, ya los habían separado; cada uno en una sala aparte.
Les habían prohibido categó- ricamente salir al pasillo. Hablarse. Se comunicaban gol- peando la pared. Punto-raya, punto-raya. Punto... Los mé-
dicos lo justificaron diciendo que
cada organismo reacciona de manera diferente a las dosis
de radiación, de manera que lo que uno aguanta puede que no lo
resista otro. Allí, don- de estaban ellos, hasta las paredes reaccionaban al
geiger. A derecha e izquierda, y en el piso de abajo. Sacaron
a todo el mundo de allí; no dejaron
ni a un solo paciente... Por de- bajo y por encima,
tampoco nadie...
Viví tres días
en casa de unos conocidos de Moscú. Mis conocidos me decían: coge la cazuela,
coge la olla, coge todo lo que
necesites, no sientas vergüenza. ¡Así resultaron ser estos amigos! ¡Así eran! Y yo hacía una sopa de pavo para seis
personas. Para seis de nuestros
muchachos... Los bombe- ros. Del
mismo turno. Todos estaban de
guardia aquella no- che: Vaschuk, Kibenok,
Titenok, Právik, Tischura...
En la tienda les compré a todos pasta de dientes,
cepillos, jabón... No había nada de esto en el hospital. Les compré toallas pequeñas... Ahora me admiro de aquellos conocidos míos; tenían
miedo, por supuesto; no podían dejar
de tenerlo; ya corrían todo
tipo de rumores; pero, de todos modos, se prestaban a ayudarme: coge todo lo que necesites. ¡Cógelo!
¿Y él cómo está?
¿Cómo se encuentran todos? ¿Saldrán con vida? Con vida...
[Calla.]
En aquellos
días me topé con mucha gente buena;
no los recuerdo a todos. El
mundo se redujo a un solo punto. Se achicó...
A él. Solo a él... Recuerdo a una auxiliar
ya mayor, que me fue preparando:
—Algunas
enfermedades no se curan. Debes sentarte a su
lado y acariciarle la mano.
Por la mañana temprano
voy al mercado; de allí a casa de
mis conocidos; y preparo el caldo.
Hay que rallarlo
todo, des- menuzarlo, repartirlo en porciones... Uno me pidió:
«Tráeme una manzana».
Con seis botes de medio litro.
¡Siempre para seis!
Y para el hospital.... Me quedo allí hasta la noche.
Y luego, de nuevo a la otra punta de la ciudad.
¿Cuánto hubiera podido resis- tir? Pero, a los tres días, me ofrecieron quedarme en el hotel
destinado al personal sanitario, en los terrenos del propio hospital. ¡Dios mío, qué
felicidad!
—Pero allí no hay cocina. ¿Cómo voy a prepararles la comida?
—Ya no tiene que cocinar. Sus estómagos han dejado de asimilar alimentos.
Él empezó a
cambiar. Cada día me encontraba con una persona diferente a la del día
anterior. Las quemaduras le salían hacia fuera.
Aparecían en la boca, en la lengua,
en las mejillas... Primero
eran pequeñas llagas,
pero luego fueron creciendo. Las mucosas se le caían
a capas..., como
si fueran unas películas blancas... El color
de la cara, y el del cuerpo..., azul..., rojo...,
de un gris parduzco. Y, sin embargo, todo
en él era tan mío, ¡tan querido!
¡Es imposible contar esto! ¡Es im-
posible escribirlo! ¡Ni siquiera soportarlo!...
Lo que te salvaba era el
hecho de que todo sucedía de
manera instantánea, de
forma que no tenías ni que pensar, no tenías tiempo
ni para llorar.
¡Lo quería
tanto! ¡Aún no sabía cuánto lo quería! Justo
nos acabábamos de casar... Aún no nos habíamos saciado
el uno del otro...
Vamos por la calle.
Él me coge en brazos
y se pone a dar vueltas.
Y me besa, me besa.
Y la gente que pasa, ríe...
El curso clínico de una dolencia
aguda de tipo radiactivo
dura catorce días... A los catorce días, el enfermo muere...
Ya el primer día que pasé en el hotel, los dosimetristas me tomaron una medida. La ropa, la bolsa, el monedero, los za-
patos, todo «ardía». Me lo quitaron todo. Hasta la ropa inte- rior. Lo único que no tocaron fue el
dinero. A cambio, me entregaron una bata de hospital de la talla 56 —a mí, que tengo
una 44—, y unas zapatillas del 43 en lugar de mi 37.
La ropa, me dijeron,
puede que se la devolvamos, o puede que no, porque
será difícil que se pueda
«limpiar».
Y así, con ese aspecto, me presenté ante él. Se asustó:
—¡Madre mía! ¿Qué te ha pasado?
Aunque yo, a pesar de todo, me las arreglaba
para hacer- le un caldo. Colocaba
el hervidor dentro
del bote de vidrio.
Y echaba allí los pedazos
de pollo... Muy
pequeños... Luego, alguien me prestó
su cazuela, creo que fue la mujer de la
limpieza o la vigilante del hotel. Otra persona me dejó una tabla en la que cortaba el perejil fresco.
Con aquella bata no
podía ir al mercado; alguien me traía la verdura. Pero todo era inútil: ni
siquiera podía beber... ni tragar un huevo cru-
do... ¡Y yo que quería llevarle algo sabroso! Como si eso hubiera podido ayudar.
Un día, me acerqué a Correos:
—Chicas —les pedí—, tengo
que llamar urgentemente a mis padres a Ivano-Frankovsk. Se me está muriendo aquí el
marido.
Por alguna
razón, enseguida adivinaron de dónde y quién
era mi marido, y me dieron línea
inmediatamente. Aquel mismo
día, mi padre,
mi hermana y mi hermano
tomaron el avión para Moscú. Me trajeron mis cosas. Dinero.
Era el 9 de mayo... Él siempre me decía: «¡No te imaginas lo bonita que es Moscú! Sobre
todo el Día de la Victoria, cuando hay fuegos artificiales. Quiero
que lo veas algún día».
Estoy
a su lado en la sala; él abre los ojos:
—¿Es
de día o de noche?
—Son
las nueve de la noche.
—¡Abre la ventana! ¡Van a empezar los fuegos artificia- les!
Abrí la ventana. Era un séptimo
piso; toda la ciudad ante nosotros. Y un ramo de luces
encendidas se alzó en el cielo.
—Esto sí que...
—Te prometí que te enseñaría Moscú. Igual
que te pro- metí que todos
los días de fiesta te regalaría flores...
Miro hacia él y veo que saca
de debajo de la almohada tres claveles. Le había dado dinero a la enfermera y ella ha- bía
comprado las flores.
Me acerqué a él y lo besé.
—Amor
mío. Cuánto te quiero.
Y él, que se me pone protestón, y me dice:
—¿Qué te han dicho
los médicos? ¡No
se me puede abra- zar! ¡Ni se me puede besar!
No me dejaban abrazarlo. Pero yo...
Yo lo incorporaba, lo sentaba... Le cambiaba las sábanas... Le ponía el termómetro, se lo quitaba... Le ponía y le quitaba
la cuña. Lo aseaba... Me pasaba la noche a su lado...
Vigilando cada uno de sus movi-
mientos, cada suspiro.
Menos mal que fue en el pasillo y no en la sala.
La cabeza me empezó
a dar vueltas y me agarré a la repisa
de la venta- na. En aquel
momento pasó por
allí un médico,
que me suje- tó de la mano.
Y de pronto:
—¿Está usted embarazada?
—¡No, no!
—Me asusté tanto. Tenía miedo
de que alguien nos oyera.
—No me engañe
—me dijo en un suspiro.
Me sentí tan perdida que ni se me ocurrió
contestarle.
Al día siguiente me dijeron
que fuera a ver a la médico jefe.
—¿Por qué me ha engañado? —me preguntó en tono se- vero.
—No tenía otra salida.
Si le hubiera dicho la verdad, uste- des me habrían mandado
a casa. ¡Fue una mentira
piadosa!
—Pero ¿es que no ve lo que ha hecho?
—Sí, pero a cambio estoy a su lado...
—¡Criatura! ¡Alma de Dios!
Toda mi vida le estaré agradecida a Anguelina Vasílievna
Guskova. ¡Toda
mi vida!
También
vinieron otras esposas. Pero no las dejaron en- trar. Estuvieron conmigo sus madres.
A las madres sí les de-
jaban pasar. La de Volodia Právik no paraba de rogarle a Dios: «Llévame
mejor a mí».
El profesor estadounidense, el doctor Gale
—fue él quien hizo la operación de trasplante de médula—, me consolaba:
hay esperanzas, pocas,
pero las hay. ¡Un organismo tan fuer- te,
un joven tan fuerte! Llamaron
a todos sus parientes. Dos hermanas vinieron de Belarús;
un hermano, de Leningrado,
donde hacía el servicio militar.
La hermana pequeña,
Nata- sha, de catorce años, lloraba
mucho y tenía miedo. Pero su médula resultó ser la mejor... [Se queda callada.] Ahora puedo contarlo. Antes no podía. He callado
durante diez años...
Diez años. [Calla.]
Cuando Vasia se enteró de que le sacarían médula
espinal a su hermana
menor, se negó en redondo:
—Prefiero morir. No la toquéis;
es pequeña.
La mayor, Liuda, tenía
veintiocho y además
era enferme- ra, sabía
de qué se trataba: «Lo que haga falta para que viva»,
dijo. Yo vi la operación. Estaban echados el uno junto
al otro en dos mesas. En el quirófano
había una gran ventana... La operación duró dos horas.
Cuando acabaron, quien se
sentía peor era Liuda, más que mi marido; tenía
en el pecho dieciocho inyecciones, y le costó mucho salir de la anestesia. Aún sigue enferma,
le han dado la invalidez... Había
sido una muchacha guapa, fuerte...
No se ha casado...
Yo iba corriendo de una sala a otra, de
verlo a él a visi- tarla a ella. Él no se encontraba en una sala normal, sino en
una cámara hiperbárica especial, tras una cortina transpa- rente, donde estaba prohibido entrar. Había unos instru- mentos especiales para, sin atravesar la cortina, ponerle
las inyecciones, meterle los catéteres... Y todo con unas vento- sas,
con unas tenazas, que yo aprendí a manejar. A extraer de allí... Y
llegar hasta él... Junto a su cama había una
silla pequeña.
Entonces se empezó a encontrar tan mal que ya no podía separarme de él ni un momento.
Me llamaba constantemen- te: «Liusia, ¿dónde
estás? ¡Liusia!». No paraba de llamarme. Las otras cámaras hiperbáricas en
que se encontraban nuestros muchachos las cuidaban
unos soldados, porque
los sanitarios civiles se negaron a ello, pedían unos
trajes aislan- tes. Los soldados sacaban
las cuñas. Limpiaban el suelo; cam- biaban las sábanas. Lo hacían todo. ¿De dónde salieron aquellos
soldados? No lo pregunté... Solo existía él.
Él... Y cada día oía: «Ha muerto...». «Ha muerto...» «Ha muerto Tischura.» «Ha muerto
Titenok.» «Ha
muerto...» Como
mar-
tillazos en la sien.
Hacía entre veinticinco y treinta deposiciones al día. Con sangre y mucosidad. La piel se le empezó
a resquebrajar por las
manos, por los
pies. Todo su cuerpo se cubrió de forúncu-
los. Cuando movía la cabeza sobre
la almohada, se le queda- ban mechones de pelo. Y todo eso
lo sentía tan mío. Tan querido... Yo intentaba bromear:
—Hasta
es más cómodo. No te hará falta
peine.
Poco después
les cortaron el pelo a todos. A él lo afeité
yo misma. Quería hacerlo
todo yo.
Si lo hubiera podido
resistir físicamente, me hubiera que- dado las veinticuatro horas a su lado. Me
daba pena perder- me cada minuto. Un minuto, y así y todo me dolía perderlo... [Calla largo rato.]
Vino
mi hermano y se asustó:
—No te dejaré volver allí. —Y mi padre que le dice:
—¿A esta no la vas a dejar? ¡Si es capaz
de entrar por la
ventana! ¡O por la escalera
de incendios!
Un día, me voy..., regreso
y sobre la mesa tiene
una naran- ja... Grande, no amarilla, sino
rosada. Él sonríe:
—Me la han regalado.
Quédatela. —Pero la enfermera me hace señas a través de la cortina de que la naranja no se
puede comer. En cuanto algo permanece a su lado un tiem- po, no es que no se pueda comer, es que hasta tocarlo da miedo—. Venga, cómetela
—me pide—. Si a ti te gustan las
naranjas. —Cojo la naranja con una mano.
Y él, entretanto, cierra los ojos y se queda dormido.
Todo el rato le ponían inyecciones para que
durmiera. Narcóticos. La enfermera me mira horrorizada, como dicien- do...
¿Qué será de mí? Yo estaba dispuesta
a hacer lo que fuera para que él no pensara en la muerte...
ni sobre lo horri-
ble de su enfermedad, ni que yo le tenía
miedo...
Hay un fragmento de una conversación. Lo guardo en la
memoria. Alguien intenta
convencerme:
—No debe usted olvidar que
lo que tiene delante ya no es su marido, un ser querido, sino
un elemento radiactivo con un gran poder de contaminación. No sea usted suicida. Re- cobre la sensatez.
Pero yo estoy como loca:
«¡Lo quiero! ¡Lo quiero!». Él dormía y yo le susurraba: «¡Te amo!». Iba por el patio del hospital: «¡Te amo!».
Llevaba el orinal:
«¡Te amo!». Recorda- ba cómo vivíamos antes. En nuestra
residencia... Él se dor- mía por la noche solo después de
cogerme de la mano. Te- nía esa
costumbre, mientras dormía, cogerme
de la mano... toda la noche.
En el hospital también yo le cogía la mano
y no la sol- taba.
Es de noche.
Silencio. Estamos
solos. Me mira atentamen- te, fijo, muy fijo, y de pronto
me dice:
—Qué ganas tengo de ver a nuestro
hijo. Cómo es.
—¿Cómo
lo llamaremos?
—Bueno,
eso ya lo decidirás tú.
—¿Por
qué yo sola, o es que no somos dos?
—Vale, si es niño, que sea Vasia, y si es niña, Natasha.
—¿Cómo que Vasia? Yo ya tengo un Vasia. ¡Tú! Y no
quiero otro.
¡Aún no sabía cuánto lo quería! Solo existía él. Solo él...
¡Estaba ciega! Ni siquiera notaba los golpecitos de debajo
del corazón. Aunque
ya estaba en el sexto
mes. Creía que mi pe- queña, al estar
dentro de mí, estaba protegida. Mi pequeña... Ningún
médico sabía que yo dormía con él en la cámara hiperbárica. No se les pasaba por la cabeza. Las enfermeras
me dejaban pasar. Al principio también me querían
conven-
cer:
—Eres joven. ¿Cómo se te ocurre?
¡Si esto ya no es un hombre, es un reactor nuclear! Os quemaréis los
dos. —Y yo corría tras ellas como un perrito.
Me quedaba horas
enteras ante la puerta. Les rogaba, les imploraba. Y entonces ellas
decían: «¡Que te parta un rayo! ¡Estás loca perdida!».
Por la mañana, antes de las ocho, cuando
empezaba la ronda de visitas médicas, me hacían señas desde detrás de la cortina:
«¡Corre!». Y yo me iba durante una hora al hotel.
Pues desde las nueve de la mañana hasta las
nueve de la noche tenía pase. Las piernas se me pusieron azules hasta las rodillas, se me hincharon, de tan cansada
que me encontraba. Mi alma era más fuerte que mi cuerpo... Mi amor...
Mientras yo estaba con él... No lo hacían.
Pero cuando me iba,
lo fotografiaban. Sin ropa alguna.
Desnudo. Solo con una sábana ligera
por encima. Yo cambiaba
cada día esa sábana,
aunque, al llegar la noche, estaba llena de sangre.
Lo incor-
poraba y en
las manos se me quedaban pedacitos de su piel; se me pegaban. Yo le suplicaba:
—¡Cariño!
¡Ayúdame! ¡Apóyate en el brazo, sobre el codo, todo lo que puedas, para que alise
la cama, para que te quite
las costuras, los pliegues! —Cualquier costurita era una herida en su piel. Me corté las uñas
hasta hacerme sangre, para no herirlo.
Ninguna de las enfermeras se decidía a acercarse a él, ni a
tocarlo; si hacía
falta algo, me llamaban. Y ellos... Ellos,
en cambio, lo fotografiaban. Decían que
era para la ciencia.
¡Los hubiera
echado a patadas
a todos de allí! ¡Les hubiera
gritado y les hubiera pegado! ¿Cómo se atrevían? Era todo mío. Lo que más quería... ¡Si hubiera podido
impedirles en- trar! ¡Si hubiera podido!...
Salgo de la sala al pasillo.
Y me guío por la pared, por el
sofá, porque no veo nada.
Paro a la enfermera de guardia y le digo:
—Se
está muriendo. Y ella
me dice:
—¿Y qué esperabas? Ha
recibido mil seiscientos roent- gen, cuando la dosis mortal es de cuatrocientos. —A ella también le daba pena, pero de otra manera. En cambio para mí,
él era todo mío. Lo que más quería.
Cuando murieron todos,
repararon el hospital. Quitaron el yeso de las paredes, arrancaron el parqué y lo tiraron.
La madera...
Prosigo. Lo último... Lo recuerdo a fogonazos. A frag- men... Todo se desvanece...
Una noche, estoy sentada a su lado en una silla. Eran las ocho de la mañana:
—Vasia, salgo
un rato. Voy a descansar un poco.
Él abre y cierra los ojos:
me deja ir. En cuanto llego al hotel, a mi habitación, y me acuesto
en el suelo —no podía
echarme en la cama,
de tanto que me dolía
todo—, llega una auxiliar:
—¡Ve! ¡Corre
a verlo! ¡Te llama
sin parar! —Pero
aquella mañana Tania Kibenok
me lo había pedido con tanta insis-
tencia, me había rogado: «Vamos juntas
al cementerio. Sin ti
no soy capaz». Aquella mañana
enterraban a Vitia
Kibenok y a Volodia Právik.
Éramos amigos
de Vitia. Dos familias amigas.
Un día an- tes de la explosión nos habíamos fotografiado juntos en la
residencia. ¡Qué guapos
se veía a nuestros maridos!
Alegres. El último día de
nuestra vida pasada... La época anterior a Chernóbil... ¡Qué felices éramos!
Vuelvo del cementerio, llamo
a toda prisa a la enfermera:
—¿Cómo
está?
—Ha muerto hará unos quince minutos.
¿Cómo? Si he pasado
toda la noche
a su lado. ¡Si solo me
he ausentado tres horas! Estaba
junto a la ventana y gritaba:
«¿Por qué? ¿Por qué?». Miraba al cielo y gritaba... Todo el
hotel me oía. Tenían miedo de acercarse a mí. Pero me reco- bré y me dije:
«¡Lo veré por última vez! ¡Lo iré a ver!».
Bajé rodando las escaleras. Él seguía en la cámara,
no se lo habían llevado.
Sus últimas palabras fueron:
«¡Liusia! ¡Liusia!». «Se aca- ba de ir. Ahora mismo vuelve», lo intentó calmar
la enferme- ra. Él suspiró y se
quedó callado...
Ya no me separé
de él. Fui con él hasta la tumba. Aunque
lo que recuerdo no es el ataúd,
sino una bolsa de polictileno. Aquella bolsa...
En la morgue me preguntaron:
—¿Quiere que le enseñemos
cómo lo vamos a vestir?
—¡Sí
que quiero!
Le pusieron el traje
de gala, y le colocaron la visera sobre el
pecho. No le pusieron calzado. No encontraron unos zapa- tos adecuados, porque se le habían hinchado
los pies. En lu- gar
de pies, unas bombas.
También cortaron
el uniforme de gala,
no se lo pudieron poner.
Tenía el cuerpo entero deshecho. Todo él era una llaga sanguinolenta. En el hospital, los últimos dos días...
Le levan- taba la mano y el hueso se le movía, le bailaba, se le
había separado la carne... Le salían por la boca pedacitos de pul- món, de hígado. Se ahogaba con sus propias
vísceras. Me en- volvía la mano con una gasa y la introducía en su boca para
sacarle todo aquello de dentro. ¡Es imposible contar esto!
¡Es imposible escribirlo! ¡Ni siquiera soportarlo!... Todo esto
tan querido... Tan mío... Tan... No le cabía ninguna talla de zapatos. Lo colocaron en el ataúd
descalzo.
Ante mis ojos.
Vestido de gala, lo metieron en una bolsa de
plástico y la ataron. Y, ya en esa bolsa, lo colocaron dentro
del ataúd. El ataúd también
envuelto en otra bolsa. Un celo-
fán transparente, pero
grueso, como
un mantel. Y todo eso lo
metieron en un féretro de zinc. Apenas lograron
meterlo dentro. Solo quedó el gorro encima...
Vinieron todos.
Sus padres, los míos.
Compramos pañue- los negros
en Moscú... Nos recibió la comisión extraordina- ria. A todos les decían lo mismo: que no podemos
entregaros los cuerpos de vuestros maridos,
no podemos daros
a vues- tros hijos, son muy radiactivos y serán enterrados en un ce- menterio de Moscú de una manera
especial. En unos fére- tros de zinc
soldados, bajo unas planchas de hormigón.
Deben ustedes firmarnos estos documentos... Necesitamos su consentimiento. Y si alguien, indignado, quería llevarse el ataúd a casa,
lo convencían de que se trataba de unos héroes,
decían, y ya no pertenecen a su familia.
Son personalidades. Y
pertenecen al Estado.
Subimos al autobús. Los
parientes y unos militares. Un coronel con una radio. Por la radio se oía: «¡Esperen órde- nes! ¡Esperen!». Estuvimos dando vueltas por Moscú unas dos o tres horas, por la carretera de
circunvalación. Luego regresamos de nuevo a Moscú.
Y por la radio: «No se puede entrar en el cementerio. Lo han rodeado
los corresponsales
extranjeros. Aguarden otro poco». Los parientes callamos.
Mamá lleva el pañuelo negro...
yo noto que pierdo el conocimiento.
Me da un ataque de histeria:
—¿Por qué
hay que esconder a mi marido?
¿Quién es: un asesino? ¿Un criminal? ¿Un preso
común? ¿A quién enterramos?
Mamá me
dice:
—Calma, calma, hija mía. —Y
me acaricia la cabeza, me coge de la mano...
El coronel informa
por la radio:
—Solicito permiso
para dirigirme al cementerio. A la es- posa
le ha dado un ataque de histeria.
En el cementerio nos
rodearon los soldados. Marchába- mos
bajo escolta, hasta el ataúd. No dejaron pasar a nadie para despedirse de él. Solo los familiares... Lo cubrieron de tierra en un instante.
—¡Rápido, más deprisa! —ordenaba un oficial. Ni siquie-
ra nos dejaron abrazar el ataúd.
Y, corriendo, a los autobuses. Todo a escondidas.
Compraron en un abrir y
cerrar de ojos los billetes de vuelta y nos los trajeron.
Al día siguiente, en todo momento
estuvo con nosotros un hombre vestido de civil, pero con modales de militar; no me dejó
salir del hotel
siquiera a com- prar comida para el viaje.
No fuera a ocurrir que habláramos
con alguien; sobre todo yo. Como si en aquel momento
hu- biera podido hablar,
ni llorar podía.
La responsable del hotel,
cuando nos íbamos, contó
todas las toallas, todas
las sábanas... Y allí mismo
las fue metiendo en una bolsa de polietileno.
Seguramente lo quemaron
todo... Pagamos nosotros
el hotel. Por los catorce días...
El proceso clínico de las
enfermedades radiactivas dura
catorce días. A los catorce días, el enfermo muere...
Al llegar a casa,
me dormí. Entré
en casa y me derrumbé en la cama. Estuve
durmiendo tres días enteros. No me po- dían
despertar. Vino una ambulancia.
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